Avanzo el prólogo de Álvaro Muñoz Robledano, traductor y prologuista de los “Ensayos completos de Montaigne” de la Editorial Cátedra, entre otras lindezas.
SENRYŪ,
ENTRE EL VACÍO
Y LA CUMBRE DE PEÑALARA
por Álvaro Muñoz Robledano
A diferencia de otros parajes de la sierra del Guadarrama, de perfiles suavizados por el tiempo y la erosión climática, el pico de Peñalara presenta un relieve abrupto, quebrado desde la cumbre hasta la laguna en paredes casi verticales, y un suelo perlado de clastos y esquirlas, producto de la labor de desgarramiento que llevaron a cabo los hielos glaciares y de la llamada meteorización biológica, es decir, la ruptura del granito provocada por las raíces, en épocas posteriores. Aunque la imagen de la cumbre desde las Dos Hermanas resulte apacible, llegar hasta ella, poco más de un kilómetro supone el último tramo de la ascensión, alberga no poco de reto. Buena parte de los excursionistas se conforma con quedarse al pie del pico, contemplando la fachada de un templo anterior a cualquier religión, a cualquier noción de equilibrio. Los que deciden forzar un poco más sus bronquios y sus tobillos llegan a un lugar de ausencia, entregado al aire y a una noción de límite en la que juega más la cultura que el mero paisaje, en la que se presiente más el pasado que la altura, las preguntas más que la meseta al norte. No es extraño que el senderista que fuma lentamente un pitillo de hebra, sin que tengamos muy claro cuando ha llegado, y del que sospechamos que no va a marcharse, se llame Rafael Pérez Castells. Alturas como ésta de Peñalara, imprecisa, quebrada, voluptuosa y un tanto cínica, son su territorio natural.
Conozco a varios tipos que se llaman Rafael Pérez Castells. Al excursionista enloquecido que, afirma, no sabe vivir por debajo de los mil metros y que cambia cualquier banquete por un kilómetro de camino entre zarzas y bostas de vaca. Al doctor en química que se cala las gafas para leer la fórmula de un pegamento industrial con el respeto que un alquimista siente por las palabras invisibles que lo acercan a la transmutación de los metales. Al empresario que reparte con largueza sus esfuerzos, sus beneficios y sus pérdidas, y del que sospecho que sólo trabaja en busca de amigos en los que fundirse. También conozco a un Rafael Pérez Castells que se bebió toda la cultura japonesa de un trago, lo que le produjo una borrachera de sensaciones que aún disfruta, y que desconfía del bushido como sólo un japonés de pura cepa puede hacerlo. Por supuesto que conozco a un Rafael Pérez Castells poeta, aunque éste último, lo confieso, me da miedo.
El poeta Rafael Pérez Castells está poseído por esa cualidad esquiva y mal entendida a la que se suele llamar “duende”, aunque tal vez resulte más apropiado decir que es su dueño. Y el duende me infunde cierto respeto, cierto temor. El duende es lascivo y certero, arrojado y galante, sabio y carnívoro, religioso y borracho. El duende, cuando el poeta Pérez Castells tira de él, se mea en las estrellas y baila entre los libros de historia; conoce las ecuaciones del hambre y el delirio de los mecanismos hidráulicos; rasga el amor con las uñas y perfila el odio en terracota. El poeta Pérez Castells, su duende, es valiente, obsceno, suicida y amigo. No se refugia, como otros tristemente hacemos, en las palabras, sino que convierte cada una en una maza con la que golpear aún más adentro, aún más fuerte, aún más imagen. Ha ido perfilando el instinto de escribir poemas hasta lograr una escritura totalmente instintiva, desnuda y culta, tan compleja como la respiración, tan automática como la caligrafía. Tan sólo la queja está fuera de este territorio; Rafael Pérez Castells duele con crueldad y con risa, del mismo modo que disfruta oscuramente; duele y disfruta sin trabas, con el dinero justo o menos, con la calle de su parte o en cualquier otra calle. Hace mucho que comprendió que un poema ha de responder a una cultura, lo que quiere decir un proceso dialéctico; que su escritura corresponde a un estadio histórico determinado y que su forma puede derivar en máscara. Y a él no le interesan las máscaras, ni siquiera los códigos. Pero, como los alquimistas, sabe que el código encierra su propia negación, que la forma de una cultura entra en crisis si aparece el hombre en ella. Por eso, atraído por el laberinto japonés, cartógrafo del mismo, no puede aceptar el haiku, inmóvil, erudito e inhumano, para su propósito. Él sabe explicar la materia con que se comercia en el senryū, el presente que quema, la imprecación y la juerga. La iluminación no tiene cabida aquí; estamos en el territorio de la rabia. Mientras escribo estas prescindibles líneas, el empresario Pérez me comenta que ningún negocio puede funcionar si no se es consciente de que está echado a perder desde el primer momento. Vale perfectamente para el negocio de la poesía. Sólo es válido el poema que se precipita; el que intenta esquivar no es sino una tara de fabricación.
Tales son las razones por las que el poeta Pérez me da miedo; en realidad, siempre nos ha dado miedo, como sociedad, la inteligencia. Y más aún la inteligencia de un poeta, porque se dedica a nombrar, y esa acción es, si quiere resultar ética, corrosiva. Y la ética, como la corrosión, tiene la maldita costumbre de resquebrajar paredes y desenterrar aristas. Por mucha tranquilidad que ponga el senderista Pérez Castells al liar su pitillo apoyado en la muga geodésica que informa de la altura del pico de Peñalara sobre el nivel del mar.
Exactamente diecisiete sílabas.
Madrid, febrero de 2016
Álvaro Muñoz Robledano
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