Henri Matisse – óleo sobre lienzo – 116 x 80 cm – 1912 – (Pushkin State Museum, Moscow, Russia)
Este relato se publicó en el libro «MAÑANA SERÁ OTRO DÍA, X PREMIO INTERNACIONAL DE RELATOS PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS» que patrocina la empresa SIKA. En el libro se recogen los relatos premiados y algunas colaboraciones de escritores invitados, entre las que está este cuento.
Salah le había vendido media tienda, podía vestir a su mujer y a sus hijas como a cualquiera de las mujeres y niñas árabes con las que se cruzaba en su avergonzada huida del zoco de la Ciudad Vieja. El palestino lo había derrotado en su terreno, sin embargo, no le importaba demasiado, desde el principio había deseado esa derrota.
Salah se sentía victorioso por haber desplumado al cristiano de Europa, aunque al final hubiera tenido aquella debilidad, seguramente fruto de la mirada limpia del extranjero. Intuía que una victoria tan fácil encerraba una trampa: había cobrado los tejidos, pero olvidó poner precio a la sombra de su alma, que ahora se alejaba revuelta entre las blusas, en forma de kufiya, encerrada en la bolsa de plástico que se llevaba Samuel. Pero ¿no era así siempre?
– Ven, entra en mi tienda, eres mi primer cliente, ven…- la voz de Salah no había sonado a invitación, sino al saludo urgente que se da al invitado que llega tarde a la cita. Samuel, que estaba en la esquina y pudo haber seguido su camino hacia el Muro de las Lamentaciones, se acercó.
– ¿Por donde se llega al Muro? – preguntó en un intento por encontrar la disculpa que lo librara de aquel hombre sin ofenderlo.
– Allí también están las dos mezquitas, pero todavía es temprano, ahora es mejor que entres y te tomes un café conmigo. Te gusta el café árabe, ¿verdad?
– Sí, pero…- su mirada se paseó por los seis metros cuadrados repletos de vestidos, blusas, keftanes, palestinas, pañuelos, rosarios y collares, tanto colorido como en una vidriera medieval. Salah no perdió la oportunidad.
– Bonitas – dijo eligiendo una blusa de algodón tejida por las mujeres de su pueblo, – seguro que tienes una amiga a la que la haría muy feliz.
– No, hombre, yo no tengo amigas – respondió Samuel enseñando el anillo de oro en su mano derecha.
– Mejor, mejor. Entonces tendrás esposa y bellas hijas.
Salah acercó la banqueta de plástico a Samuel y colocó una manta a modo de cojín para que el cliente se sintiera cómodo. Su abuelo lo había enseñado que para conocer a un hombre se necesita tiempo, y que nadie aguanta el suficiente si tiene las posaderas frías o doloridas. Y ¿cómo se le puede vender algo a alguien que se desconoce? Ni siquiera merecía la pena, ya lo decía el profeta “Dios proporciona el sustento mediante las relaciones mutuas”.
– Siéntate aquí y espera, voy a pedirle a mi amigo que nos traiga café – lo decía mientras con las manos, casi sin tocarlo, iba dirigiendo los movimientos de Samuel hacia la banqueta.
El mercado de la Ciudad Vieja le recordaba, en cierta forma, a los malls americanos. Aquellos eran fríos, limpios, luminosos, y nunca se hubiera sentado a la puerta de una tienda de Benetton con un dependiente, como ahora hacía. Aquí la luz se filtraba desde las claraboyas abiertas en las bóvedas; todo era estrecho, abarcable con los brazos, y la limpieza era algo relativo. Aunque también hacía frío, la frescura era el anuncio de un día cálido y no el producto de una máquina termorreguladora. Salah volvió y se sentó enfrente de Samuel, sobre el escalón de entrada. Su boca sonreía continuamente y no paraba de moverse, era el corifeo de sus palabras, pero sus ojos permanecían inalterados, escudriñando los del otro como una cobra lo hace con su presa.
– Tú pareces árabe, hermano ¿italiano?
– No, español, de Córdoba ¿Conoces Córdoba? – respondió Samuel.
– Ya te lo decía: hermanos. Seguro que tu abuela hablaba árabe. – Samuel rió con ganas la ocurrencia de Salah. ¡Su abuela hablando árabe! Si la pobre levantara la cabeza, con la manía que les tenía. – Yo nunca engaño a los hermanos. Si fueras americano te ofrecería esto, – Salah señaló la bisutería que colgaba de una pared – pero a ti no te lo haría nunca.
– Ya, ya – ironizó Samuel.
El comerciante cambió su sonrisa por una expresión dolida, casi de enfado. No comprendía que no lo creyera, él era sincero con los hermanos españoles, chipriotas y griegos. A los otros, a los alemanes o a los americanos, nunca les dedicaba tiempo, no lo merecían y, desoyendo el consejo de su abuelo, hacía lo posible por que se fueran rápido. Con ellos no había esperanza de tener una conversación sabrosa.
– ¿Turismo? ¿Vienes a ver la tierra de Jesús? – en su rostro ya no se reflejaba ningún rencor, la sonrisa volvía a ocupar su lugar.
– No, negocios. Soy vendedor como tú.
– ¿Qué vendes a los judíos? – y enseguida añadió – No tengo nada contra ellos, ni contra los cristianos. El Profeta dice en su libro que debemos creer también en Jesús y en Abraham.
La guerra santa estaba reñida con los negocios y su aspereza, al mencionar a sus enemigos ancestrales, fue corregida con soltura.
– Samuel, tú me tienes que mirar a los ojos. Mis ojos no mienten son dos lagos transparentes. Pero, como dice mi esposa, mi boca es la de una cobra, siempre engañando. Soy comerciante, como tú, lo llevo en mi sangre. Pero, mira mis ojos. – Lo decía mientras con su mano sujetaba del hombro al turista y lo obligaba a mirarlo directamente a las pupilas. Una cobra, pensó Samuel. Un cabritillo, pensó Salah.
Mientras caminaba alrededor de la muralla, desde la Puerta de Jaffa a la de Zion, recordaba con desasosiego las blusas, la kufiya, el velo, el vestido bordado con hilo dorado – por lo que había pagado podrían ser de hilo de oro todos los pespuntes del telar que arrastraba -, pero la luz o, quizá, la piedra le alegraron su ahorrativa conciencia y Samuel empezó a disfrutar con el recuerdo que había “pescado” en este viaje. Cruzó por el parque Bonei Yerushalayim y se dirigió al hotel King David, era un lugar histórico, en 1946 el Irgún Tzvaí puso una bomba que mató a más de noventa personas, dieciséis de ellas judíos. Fue un daño colateral por la independencia. Desde allí, caminó hasta el Dan Panorama, donde se había alojado, para recoger su equipaje.
En la recepción del hotel también olía a café. No era el sabor dulzón del café árabe, sino el amargo y tostado del café americano. Hasta en esos pequeños detalles, la experiencia en el zoco se diferenciaba de la realidad cotidiana.
– Shalom – saludó al recepcionista que lo había atendido la noche anterior. Un rockhudson de ojos claros y tez oscura con una sonrisa muy tierna.
– Buenos días, señor – le respondió en un español con acento argentino – ¿Durmió bien esta noche? El cuarto tenía unas vistas fantásticas. Es sólo para clientes especiales.
– Se lo agradezco mucho – a Samuel lo ponía nervioso la sonrisa sugerente del recepcionista. Si tuviera tanto éxito con las recepcionistas, tendría un harén desperdigado por los hoteles del mundo – ¿podrían bajarme el equipaje?
Salió a fumar, desde el hotel se veía un hermoso panorama de la Ciudad Vieja. Recordaba las palabras de Salah, “tienes que fijarte en mis ojos, haz caso a mi mujer, es sabia” y cómo no paraba de moverse mientras hablaba, eran movimientos lentos que aparentaban calma, aprendidos tras muchos años de másteres en las calles: organizaba la ropa que pronto le enseñaría, buscaba con los ojos algo para la hija menor, se le acercaba. Todo con tal parsimonia que las palabras ocultaban sus movimientos y, entonces se dio cuenta de la rara habilidad de Salah y del porqué del desasosiego que sentía cuando, de tiempo en tiempo, durante la conversación, recuperaba la percepción del espacio. Los cambios en la posición del anfitrión eran casi mágicos, cada vez más cercano, cada vez con más información valiosa de su carácter y él cada vez con menos opciones de escape.
– ¿De dónde es? – el taxista interrumpió sus pensamientos.
– España – Samuel se sentía lacónico, no quería volver a Occidente de una forma brusca, la conversación de la mañana con Salah lo había transportado a un mundo desaparecido, donde Al Rashid gobernaba sobre los destinos de aquel comerciante.
– Vigovigo…- continuó el taxista.
– Perdón – No entendía lo que quería decir con vigovigo.
– ¡El Celta, le dio a la Fiorentina ¡- soltó el taxista – Jugaron bene, benissimo.
La madre que lo trajo pensó Samuel. El buen hombre lo puso al día sobre la Liga española de fútbol. Conocía a bastantes más jugadores del pasado y del presente que él. La táctica era familiar para Samuel, aquel taxista no había conocido a Harum Al-Rashid y, como mucho, pensaría que Scherezade era un grupo rock. En su vida había muchos taxistas como éste – así, a las claras intentando hacer negocio sin dar nada a cambio – y pocos Salah.
– ¿Lo llevo a algún sitio?
– Pudiera ser- Samuel intentó negociar el precio, pero sus argumentos sobre si la limusina era más barata y que si le ofrecía mejores condiciones se lo pensaba, le granjearon una respuesta que, después de la larga conversación en el zoco, le pareció fría.
– Pues váyase en limusina – después, para suavizar sus cortantes palabras, el taxista añadió – ¿Qué le voy a hacer? El taxi no es mío y tengo que poner el contador.
Samuel le devolvió un todavía más frío “espéreme aquí” y se dirigió a la recepción. Iba pensando que tampoco había que pedirle peras al olmo, el pobre hombre hacía su trabajo y nada más. No podía esperar un cuento oriental en cada conversación que iniciaba. Eso sólo ocurría a veces y se podrían definir como regalos inesperados.
Recogió su equipaje y le dio diez shekels de propina al mozo. El taxi recorrió las congestionadas calles de la ciudad. En su interior el programa era el consabido: fútbol, fútbol y fútbol. Solo cuando alcanzaron la autopista de Tel Aviv, y ante el recalcitrante silencio de Samuel, el taxista decidió callarse y concentrarse en que el vehículo no se saliera de la sinuosa carretera que ascendía y descendía por los Montes de Judea en busca de la llanura de Sharon. Samuel quedó al fin solo con sus recuerdos y el abrupto y seco paisaje.
El café se retrasaba, pero a Samuel no le importaba, empezaba a desear que todo ocurriera lentamente. Salah seguía gesticulando mientras le explicaba que también estaba casado y que tenía cinco hijas.
– Tú, tres y yo cinco. Yo he trabajado más – rió -, porque tú debes tener cuarenta y cinco.
– Cuarenta y cuatro ¿Y tú?
– Treinta y ocho – y repitió algo ufano –, en menos tiempo más hijas, más alegrías.
– O más dolores de cabeza – rieron los dos, Salah levantó la mano ofreciendo su palma a la de Samuel. Las entrechocaron, pero Salah retuvo, por primera vez, la mano de su cliente. Sólo unos segundos, los suficientes para que Samuel se sintiera turbado. En su tierra no se hacían manitas, así como así, entre los hombres.
– Bueno que te parecen esta blusa – extendió la prenda blanca de algodón adornada con flecos que antes le enseñara. Era agradable al tacto y Samuel pensó que le sentaría bien a su mujer. El comerciante le quitó la blusa de las manos.
– Mira, fuerte como las manos de la abuela que la tejió – Salah decía las palabras lentamente, mientras retorcía la tela, intentando escurrir una humedad imaginaria. Desde luego era resistente, aunque Samuel pensó que, si seguía retorciéndola, tendría que sacarle otra pieza.
– ¿Cuánto costaría esto en tu país? – la pregunta de Salah sorprendió a Samuel, se reconocía a él mismo pidiéndole el precio de sus competidores a los clientes que visitaba. Al fin y al cabo, él era también un vendedor. Vendía medicamentos y, como decían los manuales de marketing, daba igual lo que se vendiera, las técnicas se asemejaban. Y ésta era sencilla: un precio es un punto de partida.
– Unos cuarenta dólares – respondió, tirando por lo alto, sin pensarlo dos veces y sabiendo que estaba haciendo el idiota.
Salah se sonrió, “éste no sabe comprar ni vender” pensó. Normalmente la gente le decía veinte dólares y él tenía que comenzar con sus aspavientos, decir que si vendiera a esos precios no podía alimentar a su mujer ni a sus cinco hijas, y que la pequeña necesitaba de muchos cuidados porque le había nacido con una cadera enferma, y aquello era verdad y recordarlo lo apenaba. Pero este extranjero se lo ponía muy fácil, o quizá demasiado difícil.
Salah tasó la primera en treinta dólares o ciento veinte shekels que, al cambio real suponían treinta y tres dólares como las famosas monedas de la traición.
– ¿A un hermano le harás un buen descuento? – negoció Samuel.
– Ya te di un buen precio. En tu país hubieras pagado cuarenta, quizá cincuenta – y sonrió sugiriendo que a lo mejor Samuel lo había engañado un poco -, yo te pido sólo treinta, es justo.
– No, no, es demasiado elevado.
– No te arrepentirás – el comerciante estrujó de nuevo la blusa entre sus manos -, es bueno, durará. Si quieres lo que se llevan los americanos, te puedo ofrecer estos pañuelos. Pero no, tú no debes llevar esto a casa.
– Es bonito, pero un poco caro. Te doy veinticinco.
Salah había conseguido una buena posición, ahora el caso era completar el ajuar.
– ¿Qué edad tienen tus hijas? – preguntó
– Doce, diez y cinco – Samuel había perdido el hilo de la negociación, fue sólo un momento, esas tácticas las empleaba con sus clientes. Por supuesto, no solía preguntar por los hijos del jefe de compras, pero siempre había una noticia política o económica que podía servir. El comerciante le había traído el rostro de las niñas a la memoria y el truco había sido eficaz.
Salah se agachó y recogió dos blusas iguales, más pequeñas que la destinada a la madre. Le preguntó por el tamaño de las niñas.
-Así – Samuel levantó la mano a la altura de su hombro – las dos mayores y así de anchas.
– No, no, a las mujeres no se les mide la anchura, hay que medir esto… – Salah se puso las dos manos delante, como si sostuviera dos pechos pequeños. No fue un gesto procaz, sino tímido y enseguida retiró sus manos.
El comerciante le ofreció las dos blusas por cincuenta dólares, así no habría envidias entre las dos hermanas.
– Ya sabes si llevas dos cosas distintas, cada una querrá la de la otra.
– Está bien, pero ¿te puedo pagar en shekels?
– Son buenos también, trescientos veinte shekels por las tres blusas es un magnífico precio, has hecho un buen negocio, Salah es débil y su mujer lo llamará estúpido esta noche. – Mientras hablaba guardaba las dos blusas en una bolsa de plástico que podría haber servido para llevar frutas o zapatos.
Un joven que portaba una bandeja de cobre con dos vasos de café interrumpió la conversación. Le pidió disculpas a Salah por la tardanza. Acababan de abrir y no había café molido.
– Vosotros los cristianos – dijo Salah apurando el fondo de su taza – no sois sinceros, cuando queréis otra mujer, la tomáis a escondidas, como la raposa roba las gallinas. Imagínate que un día mueres – y enseguida agregó – ¡Alá no quiera que sea pronto! Pero imagínate a tu esposa y tus hijas llorando en la iglesia. Entonces se abre la puerta y entra la otra con un niño pequeño. Tu esposa diría cosas malas de ti. Nosotros no actuamos así, si queremos a otra mujer nos casamos con ella. Así es más justo, más sincero.
– No está mal, pero qué pensarán las mujeres, porque dos en una misma casa traerán muchos problemas – Samuel respondió con una media sonrisa.
– La mujer es lista, al final se hacen amigas- sentenció Salah.
Samuel hizo ademán de levantarse, la conversación había durado casi una hora y le apetecía ver alguna tienda más antes de visitar la explanada del muro. Pero Salah lo detuvo sujetándolo la mano.
– Todavía tienes que llevar algo a tu hija pequeña, ¿Y tú mujer? Deberías llevarle algún detalle más ¿No querrás arruinar tu primera noche de vuelta?
– Hay otras tiendas. Quisiera ver más cosas.
– ¿Tan mal te ha tratado Salah, que quieres ir a otro? – y con gesto de enfado añadió – pues ve a aquel, es sirio, ve, ve y sólo te ofrecerá cosas hechas en Inglaterra. – Mientras hablaba no soltaba la mano de su cliente, al principio la sujetaba con cierta fuerza, pero poco a poco fue aflojando la presión para terminar siendo un contacto amigable que pretendía trasmitir confianza.
Samuel no pudo levantarse, antes de que pudiera protestar tenía un velo, un vestido bordado con hilo de oro, una kufiya de regalo para él y otra blusa para su hija pequeña envueltos y guardados con las otras blusas en tres bolsas de plástico.
– Ya me he gastado mucho – suspiró.
– ¡Oh! Si esto es una bagatela, apenas mil shekels por tanta felicidad para tus mujeres ¿Dónde puedes encontrar algo tan barato? Y la kufiya es mi regalo, te abrigará y tu abrigo también será el mío, amigo.
Después del insufrible paso por la aduana del aeropuerto Ben Gurion, de pagar un incomprensible exceso de peso y de las dos horas de espera hasta el despegue, Samuel se sentía a salvo en su butaca de clase business. Desde el aire divisó Tel-Aviv y la rectilínea costa mediterránea. Salah tenía razón, había sido una bagatela, las ropas que llenaban su maleta no fueron baratas, pero se llevaba mucho más que no había pagado. Samuel no sabía nada de la existencia de la sombra del alma y, por ese motivo, nunca entendió la razón del exceso de peso de su equipaje y de que, entre lo del zoco y la multa en el aeropuerto, todo estaba pagado.