El hilo de oro y la sombra del alma

Henri Matisse – óleo sobre lienzo – 116 x 80 cm – 1912 – (Pushkin State Museum, Moscow, Russia)

Este relato se publicó en el libro «MAÑANA SERÁ OTRO DÍA, X PREMIO INTERNACIONAL DE RELATOS PATRICIA SÁNCHEZ CUEVAS» que patrocina la empresa SIKA. En el libro se recogen los relatos premiados y algunas colaboraciones de escritores invitados, entre las que está este cuento.

Salah le había vendido media tienda, podía vestir a su mujer y a sus hijas como a cualquiera de las mujeres y niñas árabes con las que se cruzaba en su avergonzada huida del zoco de la Ciudad Vieja. El palestino lo había derrotado en su terreno, sin embargo, no le importaba demasiado, desde el principio había deseado esa derrota.

Salah se sentía victorioso por haber desplumado al cristiano de Europa, aunque al final hubiera tenido aquella debilidad, seguramente fruto de la mirada limpia del extranjero. Intuía que una victoria tan fácil encerraba una trampa: había cobrado los tejidos, pero olvidó poner precio a la sombra de su alma, que ahora se alejaba revuelta entre las blusas, en forma de kufiya, encerrada en la bolsa de plástico que se llevaba Samuel. Pero ¿no era así siempre?

– Ven, entra en mi tienda, eres mi primer cliente, ven…- la voz de Salah no había sonado a invitación, sino al saludo urgente que se da al invitado que llega tarde a la cita. Samuel, que estaba en la esquina y pudo haber seguido su camino hacia el Muro de las Lamentaciones, se acercó.

– ¿Por donde se llega al Muro? – preguntó en un intento por encontrar la disculpa que lo librara de aquel hombre sin ofenderlo.

– Allí también están las dos mezquitas, pero todavía es temprano, ahora es mejor que entres y te tomes un café conmigo. Te gusta el café árabe, ¿verdad?

– Sí, pero…- su mirada se paseó por los seis metros cuadrados repletos de vestidos, blusas, keftanes, palestinas, pañuelos, rosarios y collares, tanto colorido como en una vidriera medieval. Salah no perdió la oportunidad.

– Bonitas – dijo eligiendo una blusa de algodón tejida por las mujeres de su pueblo, – seguro que tienes una amiga a la que la haría muy feliz.

– No, hombre, yo no tengo amigas – respondió Samuel enseñando el anillo de oro en su mano derecha.

– Mejor, mejor. Entonces tendrás esposa y bellas hijas.

Salah acercó la banqueta de plástico a Samuel y colocó una manta a modo de cojín para que el cliente se sintiera cómodo. Su abuelo lo había enseñado que para conocer a un hombre se necesita tiempo, y que nadie aguanta el suficiente si tiene las posaderas frías o doloridas. Y ¿cómo se le puede vender algo a alguien que se desconoce? Ni siquiera merecía la pena, ya lo decía el profeta “Dios proporciona el sustento mediante las relaciones mutuas”.

– Siéntate aquí y espera, voy a pedirle a mi amigo que nos traiga café – lo decía mientras con las manos, casi sin tocarlo, iba dirigiendo los movimientos de Samuel hacia la banqueta.

El mercado de la Ciudad Vieja le recordaba, en cierta forma, a los malls americanos. Aquellos eran fríos, limpios, luminosos, y nunca se hubiera sentado a la puerta de una tienda de Benetton con un dependiente, como ahora hacía. Aquí la luz se filtraba desde las claraboyas abiertas en las bóvedas; todo era estrecho, abarcable con los brazos, y la limpieza era algo relativo. Aunque también hacía frío, la frescura era el anuncio de un día cálido y no el producto de una máquina termorreguladora. Salah volvió y se sentó enfrente de Samuel, sobre el escalón de entrada. Su boca sonreía continuamente y no paraba de moverse, era el corifeo de sus palabras, pero sus ojos permanecían inalterados, escudriñando los del otro como una cobra lo hace con su presa.

– Tú pareces árabe, hermano ¿italiano?

– No, español, de Córdoba ¿Conoces Córdoba? – respondió Samuel.

– Ya te lo decía: hermanos. Seguro que tu abuela hablaba árabe. – Samuel rió con ganas la ocurrencia de Salah. ¡Su abuela hablando árabe! Si la pobre levantara la cabeza, con la manía que les tenía. – Yo nunca engaño a los hermanos. Si fueras americano te ofrecería esto, – Salah señaló la bisutería que colgaba de una pared – pero a ti no te lo haría nunca.

– Ya, ya – ironizó Samuel.

El comerciante cambió su sonrisa por una expresión dolida, casi de enfado. No comprendía que no lo creyera, él era sincero con los hermanos españoles, chipriotas y griegos. A los otros, a los alemanes o a los americanos, nunca les dedicaba tiempo, no lo merecían y, desoyendo el consejo de su abuelo, hacía lo posible por que se fueran rápido. Con ellos no había esperanza de tener una conversación sabrosa.

– ¿Turismo? ¿Vienes a ver la tierra de Jesús? – en su rostro ya no se reflejaba ningún rencor, la sonrisa volvía a ocupar su lugar.

– No, negocios. Soy vendedor como tú.

– ¿Qué vendes a los judíos? – y enseguida añadió – No tengo nada contra ellos, ni contra los cristianos. El Profeta dice en su libro que debemos creer también en Jesús y en Abraham.

La guerra santa estaba reñida con los negocios y su aspereza, al mencionar a sus enemigos ancestrales, fue corregida con soltura.

– Samuel, tú me tienes que mirar a los ojos. Mis ojos no mienten son dos lagos transparentes. Pero, como dice mi esposa, mi boca es la de una cobra, siempre engañando. Soy comerciante, como tú, lo llevo en mi sangre. Pero, mira mis ojos. – Lo decía mientras con su mano sujetaba del hombro al turista y lo obligaba a mirarlo directamente a las pupilas. Una cobra, pensó Samuel. Un cabritillo, pensó Salah.

Mientras caminaba alrededor de la muralla, desde la Puerta de Jaffa a la de Zion, recordaba con desasosiego las blusas, la kufiya, el velo, el vestido bordado con hilo dorado – por lo que había pagado podrían ser de hilo de oro todos los pespuntes del telar que arrastraba -, pero la luz o, quizá, la piedra le alegraron su ahorrativa conciencia y Samuel empezó a disfrutar con el recuerdo que había “pescado” en este viaje. Cruzó por el parque Bonei Yerushalayim y se dirigió al hotel King David, era un lugar histórico, en 1946 el Irgún Tzvaí puso una bomba que mató a más de noventa personas, dieciséis de ellas judíos. Fue un daño colateral por la independencia. Desde allí, caminó hasta el Dan Panorama, donde se había alojado, para recoger su equipaje.

En la recepción del hotel también olía a café. No era el sabor dulzón del café árabe, sino el amargo y tostado del café americano. Hasta en esos pequeños detalles, la experiencia en el zoco se diferenciaba de la realidad cotidiana.

– Shalom – saludó al recepcionista que lo había atendido la noche anterior. Un rockhudson de ojos claros y tez oscura con una sonrisa muy tierna.

– Buenos días, señor – le respondió en un español con acento argentino – ¿Durmió bien esta noche? El cuarto tenía unas vistas fantásticas. Es sólo para clientes especiales.

– Se lo agradezco mucho – a Samuel lo ponía nervioso la sonrisa sugerente del recepcionista. Si tuviera tanto éxito con las recepcionistas, tendría un harén desperdigado por los hoteles del mundo – ¿podrían bajarme el equipaje?

Salió a fumar, desde el hotel se veía un hermoso panorama de la Ciudad Vieja. Recordaba las palabras de Salah, “tienes que fijarte en mis ojos, haz caso a mi mujer, es sabia” y cómo no paraba de moverse mientras hablaba, eran movimientos lentos que aparentaban calma, aprendidos tras muchos años de másteres en las calles: organizaba la ropa que pronto le enseñaría, buscaba con los ojos algo para la hija menor, se le acercaba. Todo con tal parsimonia que las palabras ocultaban sus movimientos y, entonces se dio cuenta de la rara habilidad de Salah y del porqué del desasosiego que sentía cuando, de tiempo en tiempo, durante la conversación, recuperaba la percepción del espacio. Los cambios en la posición del anfitrión eran casi mágicos, cada vez más cercano, cada vez con más información valiosa de su carácter y él cada vez con menos opciones de escape.

– ¿De dónde es? – el taxista interrumpió sus pensamientos.

– España – Samuel se sentía lacónico, no quería volver a Occidente de una forma brusca, la conversación de la mañana con Salah lo había transportado a un mundo desaparecido, donde Al Rashid gobernaba sobre los destinos de aquel comerciante.  

 – Vigovigo…- continuó el taxista.

– Perdón – No entendía lo que quería decir con vigovigo.

– ¡El Celta, le dio a la Fiorentina ¡- soltó el taxista – Jugaron bene, benissimo.

La madre que lo trajo pensó Samuel. El buen hombre lo puso al día sobre la Liga española de fútbol. Conocía a bastantes más jugadores del pasado y del presente que él. La táctica era familiar para Samuel, aquel taxista no había conocido a Harum Al-Rashid y, como mucho, pensaría que Scherezade era un grupo rock. En su vida había muchos taxistas como éste – así, a las claras intentando hacer negocio sin dar nada a cambio – y pocos Salah.

– ¿Lo llevo a algún sitio?

– Pudiera ser- Samuel intentó negociar el precio, pero sus argumentos sobre si la limusina era más barata y que si le ofrecía mejores condiciones se lo pensaba, le granjearon una respuesta que, después de la larga conversación en el zoco, le pareció fría.

– Pues váyase en limusina – después, para suavizar sus cortantes palabras, el taxista añadió – ¿Qué le voy a hacer? El taxi no es mío y tengo que poner el contador.

Samuel le devolvió un todavía más frío “espéreme aquí” y se dirigió a la recepción. Iba pensando que tampoco había que pedirle peras al olmo, el pobre hombre hacía su trabajo y nada más. No podía esperar un cuento oriental en cada conversación que iniciaba. Eso sólo ocurría a veces y se podrían definir como regalos inesperados.

Recogió su equipaje y le dio diez shekels de propina al mozo. El taxi recorrió las congestionadas calles de la ciudad. En su interior el programa era el consabido: fútbol, fútbol y fútbol. Solo cuando alcanzaron la autopista de Tel Aviv, y ante el recalcitrante silencio de Samuel, el taxista decidió callarse y concentrarse en que el vehículo no se saliera de la sinuosa carretera que ascendía y descendía por los Montes de Judea en busca de la llanura de Sharon. Samuel quedó al fin solo con sus recuerdos y el abrupto y seco paisaje.

El café se retrasaba, pero a Samuel no le importaba, empezaba a desear que todo ocurriera lentamente. Salah seguía gesticulando mientras le explicaba que también estaba casado y que tenía cinco hijas.

– Tú, tres y yo cinco. Yo he trabajado más – rió -, porque tú debes tener cuarenta y cinco.

– Cuarenta y cuatro ¿Y tú?

– Treinta y ocho – y repitió algo ufano –, en menos tiempo más hijas, más alegrías.

– O más dolores de cabeza – rieron los dos, Salah levantó la mano ofreciendo su palma a la de Samuel. Las entrechocaron, pero Salah retuvo, por primera vez, la mano de su cliente. Sólo unos segundos, los suficientes para que Samuel se sintiera turbado. En su tierra no se hacían manitas, así como así, entre los hombres.

– Bueno que te parecen esta blusa – extendió la prenda blanca de algodón adornada con flecos que antes le enseñara. Era agradable al tacto y Samuel pensó que le sentaría bien a su mujer. El comerciante le quitó la blusa de las manos.

– Mira, fuerte como las manos de la abuela que la tejió – Salah decía las palabras lentamente, mientras retorcía la tela, intentando escurrir una humedad imaginaria. Desde luego era resistente, aunque Samuel pensó que, si seguía retorciéndola, tendría que sacarle otra pieza.

– ¿Cuánto costaría esto en tu país? – la pregunta de Salah sorprendió a Samuel, se reconocía a él mismo pidiéndole el precio de sus competidores a los clientes que visitaba. Al fin y al cabo, él era también un vendedor. Vendía medicamentos y, como decían los manuales de marketing, daba igual lo que se vendiera, las técnicas se asemejaban. Y ésta era sencilla: un precio es un punto de partida.

– Unos cuarenta dólares – respondió, tirando por lo alto, sin pensarlo dos veces y sabiendo que estaba haciendo el idiota.

Salah se sonrió, “éste no sabe comprar ni vender” pensó. Normalmente la gente le decía veinte dólares y él tenía que comenzar con sus aspavientos, decir que si vendiera a esos precios no podía alimentar a su mujer ni a sus cinco hijas, y que la pequeña necesitaba de muchos cuidados porque le había nacido con una cadera enferma, y aquello era verdad y recordarlo lo apenaba. Pero este extranjero se lo ponía muy fácil, o quizá demasiado difícil.

Salah tasó la primera en treinta dólares o ciento veinte shekels que, al cambio real suponían treinta y tres dólares como las famosas monedas de la traición.

– ¿A un hermano le harás un buen descuento? – negoció Samuel.

– Ya te di un buen precio. En tu país hubieras pagado cuarenta, quizá cincuenta – y sonrió sugiriendo que a lo mejor Samuel lo había engañado un poco -, yo te pido sólo treinta, es justo.

– No, no, es demasiado elevado.

– No te arrepentirás – el comerciante estrujó de nuevo la blusa entre sus manos -, es bueno, durará. Si quieres lo que se llevan los americanos, te puedo ofrecer estos pañuelos. Pero no, tú no debes llevar esto a casa.

– Es bonito, pero un poco caro. Te doy veinticinco.

Salah había conseguido una buena posición, ahora el caso era completar el ajuar.

– ¿Qué edad tienen tus hijas? – preguntó

– Doce, diez y cinco – Samuel había perdido el hilo de la negociación, fue sólo un momento, esas tácticas las empleaba con sus clientes. Por supuesto, no solía preguntar por los hijos del jefe de compras, pero siempre había una noticia política o económica que podía servir. El comerciante le había traído el rostro de las niñas a la memoria y el truco había sido eficaz.

Salah se agachó y recogió dos blusas iguales, más pequeñas que la destinada a la madre. Le preguntó por el tamaño de las niñas.

-Así – Samuel levantó la mano a la altura de su hombro – las dos mayores y así de anchas.

– No, no, a las mujeres no se les mide la anchura, hay que medir esto… – Salah se puso las dos manos delante, como si sostuviera dos pechos pequeños. No fue un gesto procaz, sino tímido y enseguida retiró sus manos.

El comerciante le ofreció las dos blusas por cincuenta dólares, así no habría envidias entre las dos hermanas.

– Ya sabes si llevas dos cosas distintas, cada una querrá la de la otra.

– Está bien, pero ¿te puedo pagar en shekels?

– Son buenos también, trescientos veinte shekels por las tres blusas es un magnífico precio, has hecho un buen negocio, Salah es débil y su mujer lo llamará estúpido esta noche. – Mientras hablaba guardaba las dos blusas en una bolsa de plástico que podría haber servido para llevar frutas o zapatos.

Un joven que portaba una bandeja de cobre con dos vasos de café interrumpió la conversación. Le pidió disculpas a Salah por la tardanza. Acababan de abrir y no había café molido.

– Vosotros los cristianos – dijo Salah apurando el fondo de su taza – no sois sinceros, cuando queréis otra mujer, la tomáis a escondidas, como la raposa roba las gallinas. Imagínate que un día mueres – y enseguida agregó – ¡Alá no quiera que sea pronto! Pero imagínate a tu esposa y tus hijas llorando en la iglesia. Entonces se abre la puerta y entra la otra con un niño pequeño. Tu esposa diría cosas malas de ti. Nosotros no actuamos así, si queremos a otra mujer nos casamos con ella. Así es más justo, más sincero.

– No está mal, pero qué pensarán las mujeres, porque dos en una misma casa traerán muchos problemas – Samuel respondió con una media sonrisa.

– La mujer es lista, al final se hacen amigas- sentenció Salah.

Samuel hizo ademán de levantarse, la conversación había durado casi una hora y le apetecía ver alguna tienda más antes de visitar la explanada del muro. Pero Salah lo detuvo sujetándolo la mano.

– Todavía tienes que llevar algo a tu hija pequeña, ¿Y tú mujer? Deberías llevarle algún detalle más ¿No querrás arruinar tu primera noche de vuelta? 

– Hay otras tiendas. Quisiera ver más cosas.

– ¿Tan mal te ha tratado Salah, que quieres ir a otro? – y con gesto de enfado añadió – pues ve a aquel, es sirio, ve, ve y sólo te ofrecerá cosas hechas en Inglaterra. – Mientras hablaba no soltaba la mano de su cliente, al principio la sujetaba con cierta fuerza, pero poco a poco fue aflojando la presión para terminar siendo un contacto amigable que pretendía trasmitir confianza.

Samuel no pudo levantarse, antes de que pudiera protestar tenía un velo, un vestido bordado con hilo de oro, una kufiya de regalo para él y otra blusa para su hija pequeña envueltos y guardados con las otras blusas en tres bolsas de plástico.

– Ya me he gastado mucho – suspiró.

– ¡Oh! Si esto es una bagatela, apenas mil shekels por tanta felicidad para tus mujeres ¿Dónde puedes encontrar algo tan barato? Y la kufiya es mi regalo, te abrigará y tu abrigo también será el mío, amigo.

Después del insufrible paso por la aduana del aeropuerto Ben Gurion, de pagar un incomprensible exceso de peso y de las dos horas de espera hasta el despegue, Samuel se sentía a salvo en su butaca de clase business. Desde el aire divisó Tel-Aviv y la rectilínea costa mediterránea. Salah tenía razón, había sido una bagatela, las ropas que llenaban su maleta no fueron baratas, pero se llevaba mucho más que no había pagado. Samuel no sabía nada de la existencia de la sombra del alma y, por ese motivo, nunca entendió la razón del exceso de peso de su equipaje y de que, entre lo del zoco y la multa en el aeropuerto, todo estaba pagado.

La profundidad

a Peter Colwell. My friend, have a safe journey to your star.

Hace quince años que trabajo de conductor de naves planetarias o planechips, como dicen ahora los jóvenes, y nunca me había aburrido tanto como en este largo y último viaje. Desde hace tiempo, me ronda la idea de dejarlo, la profesión se ha degradado, ni siquiera somos pilotos – por supuesto que astronauta es demasiado arcaico -, simplemente somos conductores. Igual que los de los autobuses de La Revolución Tecnológica del siglo XX o los de los carros romanos. No, a aquellos los llamaban aurigas, qué hermosa palabra. Nosotros somos conductores. Realmente es así, las naves son automáticas, las trayectorias predeterminadas, casi está programado cuándo tengo que mear. No llego a comprender por qué habían decidido que cada nave llevase, al menos, un tripulante: el maldito conductor. Pero conductor de ¿qué? Si mi nave, La Suburbana, va completamente a su bola, ni me consulta cuándo pasa a ingravidez, aunque me avisa, no sea que me golpee con el panel de mando o me derrame el vaso de leche en el uniforme. Realmente no somos ni conductores, quizá testigos de cargo.

Cuando mi bisabuelo se hizo astronauta, allá por 2075, sí que eran buenos tiempos. La gente los respetaba, cada año, cada mes, descubrían nuevos horizontes. La colonización de Marte fue apasionante ¡Cuántos se estrellaron o perecieron en estaciones mal protegidas! Allí estaba él, Antonio Romero, llevando material para la construcción de Cydonia Mensae, la hermosa capital del planeta. Luego supimos que en realidad fue una reconstrucción. A la vista de los hallazgos arqueológicos de finales de aquel siglo, estaba claro que Marte había tenido vida inteligente antes de nuestra llegada o, más probablemente, nuestro retorno. Después fue más sencillo, el desarrollo de los campos de fuerza simplificó la defensa de las ciudades de la frecuente caída de meteoritos. Se fundaron Elysium Planitia, Vastitas y Cimmeria. Una vez estuve en Cimmeria, fue igual que viajar al pasado. En el siglo XXII fue el mejor centro de vacaciones del Sistema, la Nueva Las Vegas la llamaban. En su subsuelo se descubrieron grandes cuevas con lagos de agua cristalina y una atmósfera algo más oxigenada. Durante su esplendor, recibía miles de turistas adinerados que buceaban en sus lagos, jugaban en sus casinos y fornicaban en sus hoteles. Había de todo. Aunque, cuando yo estuve allí, ya era un sitio decadente, en parte transformado en Parque de Atracciones Históricas. Ahora los que pueden prefieren Ganímedes o el nuevo cinturón de Mercurio.

Sin embargo, hace veinte años las Agencias Espaciales entraron en bancarrota. Es difícil entender el capitalismo, yo lo único que sé es que si algo que se espera que crezca no crece, se muere por no crecer. Eso es lo que pasó. En el 2325 se publicaron los trabajos de Molenaar. El célebre Doble Cerrojo de Molenaar. El matemático y astrofísico venía a decir que el ser humano nunca podría viajar a más de 1/10 de la velocidad de la luz, incluso opinaba que esa cifra estaba lejos de lo que un ser humano normal pueda soportar, y que los agujeros de gusano son posibles pero inestables. Esa verdad caló en la gente. A los pocos días se empezó a extender una desilusión sin palabras entre los tripulantes. El tal Molenaar condenaba a los hombres a permanecer en su Sistema Solar. Era prácticamente imposible llegar en el lapso de una existencia a ninguna estrella que pudiera albergar vida, se debería viajar durante varias generaciones para lograr un contacto con un sistema estelar habitable. Nuestra esperanza de descubrir nuevas fronteras se había terminado. Lograríamos habitar todas las rocas del Sistema Solar, incluso crear estaciones gigantes como planetas o el Cinturón de Mercurio, pero nada de pasear fuera de la órbita de Plutón. ¿Para qué?

Las bolsas lo detectaron un poco más tarde y la reacción fue fulminante. Si no podíamos llegar más lejos, con lo que sabíamos nos bastaba y no era necesario invertir en más investigación espacial. Mejor dedicar los recursos a cosas más “terrenas”. Las Agencias Espaciales se arruinaron y las Inmobiliarias hicieron tres años históricos. Se levantaron inmensas fortunas vendiendo parcelas en Venus o en Titán. Desde entonces, hemos perdido hasta el nombre: conductores, tiene narices. El caso es que me decidí. He comprado una parcela en La Tierra, en un lugar muy hermoso llamado Asturias. De allí era mi bisabuelo Antonio, digamos que vuelvo a mis raíces. Al fin me liberaré de la triste sensación del Universo. Desde las ventanas de La Suburbana, el firmamento está lleno de estrellas y galaxias que nunca visitaremos. Es un universo cruel que nos dejaba ver su hermosura, pero nunca alcanzarla. El maldito Molenaar había transformado la emoción que la visión de las estrellas me producía, ahora tenía la sensación de ver una proyección de cine antiguo, en dos dimensiones, puesto que era evidente que nos había robado la profundidad.

EL ROCE DE TU PELO

Eran las nueve pasadas, la noche otoñal estaba llena de estrellas y, después de cenar y beber un poco de vino en la ruidosa tasca frente a la Iglesia, la fresca brisa que llegaba de la costa nos devolvía al silencio y la complicidad de la noche mientras paseábamos junto a las almenas de la muralla. Tus ojos brillaban también, era una luz más acuosa que la de Venus, que me hacía sentir como pez en la pecera. Eras el gato que observaba desde fuera como me iba humedeciendo. Me cogiste la mano y me acercaste hacia ti. Estabas sentada entre dos almenas de espalda al valle por el que corría el río. Mi cuerpo quedó entre tus piernas que poco a poco aumentaban la presión en mis costados, tu cabeza se apoyó en mi hombro, yo miraba el río oculto en la noche mientras acariciaba tu pelo, rozándote ligeramente la oreja con la palma de mi mano. La deslicé por tu cuello y comencé a besarte. Muy despacio, haciendo que sintieras mis labios abrazando los suyos, mi lengua buscando acariciar la tuya. Te besé largamente, mordiendo un poco el labio inferior, navegando con los ojos cerrados por tu boca de un sabor azul. Te acaricié el cuello y besé tus hombros y, en un par de ocasiones, deslicé una mano que avanzó como un caracol hacia tu pezón, sin llegar a tocarlo. Despacio desde la axila hacia el pezón, una, dos y tres veces.

– ¿Podríamos ir al hotel? – dijiste un poco temblorosa – me corren todos los gusanos por el cuerpo.
– ¡o podríamos hacerlo aquí!- te reté, mientras te cogía de la cintura y te atraía hacía mí, para que sintieras la dureza de mi sexo.
– Vale – contestaste rápidamente, como si te hubieran dado la señal de salida. Inmediatamente empezaste a desabrocharme el cinturón. Yo intenté separarme, pero tus piernas me abrazaron como un pulpo.
– Estás loca, era broma – me reí, pero tú insististe y pasaste tu mano por encima de mi pantalón buscándome. Afortunadamente, unos pasos te hicieron desistir.
– ¡Cobarde! – bromeaste – pero nos vamos ahora mismo al hotel.
– Te voy a comer hasta las uñas de los pies, mi amor – te respondí más tranquilo.

Mientras nos dirigíamos al hotel, nuestras caderas, nuestras piernas y nuestros brazos se rozaban levemente con cualquier excusa, una piedra, un giro en una esquina o gente que se cruzaba. Nuestros cuerpos comenzaban a reconocerse, a hablar entre ellos sin nuestro consentimiento. Nosotros disfrutábamos de la energía que estos roces derramaban por nuestro interior. La educación evitaba que nos amáramos allí mismo, sobre las piedras de la calle, sin embargo nos permitía disfrutar del lenguaje de nuestros cuerpos durante un tiempo que nos pareció eterno. Ese placer era sólo nuestro, nadie podía notarlo ni darse cuenta, cuando se cruzaban con nosotros, que ya habíamos empezado a hacer el amor.

Subimos a la habitación. Era amplia y cómoda, con una cama de dos metros de anchura. Un maravilloso ring para el placer. Entraste en el cuarto de baño. Esperaba que no te quitases el vestido. Llevabas una falda larga y una camiseta ceñida con muchas posibilidades eróticas. Prefería desnudarte yo y hacerlo en su momento preciso. Afortunadamente saliste radiante con tu falda y tu blusa dispuestas para mis manos. Te sentaste al borde de la cama. Yo me coloqué a tu espalda y comencé a acariciar tus hombros, haciendo caer los tirantes a los lados. Así desnudos, los hombros eran para quedarse en ellos un buen rato. Así que comencé a besarlos y a acariciarlos. Me levanté un momento para buscar una pinza del pelo. Te lo recogí en un moño dejando el cuello desnudo. Así podía besarlo también y lamer ese punto donde empieza a crecer el pelo. Tus manos me buscaban, las echabas hacia atrás y acariciabas mis muslos.

Te quité la camiseta y te hice levantar. Parecías una polinesia, con la falda como única prenda. Estabas muy hermosa. Te cogí de la mano y te hice girar. Te abracé por la espalda. Era una maravilla besarte el cuello mientras mis manos acariciaban tus pechos, evitando el pezón, acercándose, cogiéndole entre dos dedos, apretándole o acariciando su cima en pequeños círculos. Echaste hacia atrás la cabeza y comenzaste a gemir y tus gemidos eran para mí como las notas que un músico saca a su instrumento. En ese momento tú eras mi instrumento, cuando respirabas entrecortadamente o gemías o susurrabas palabras, mis labios, mis manos, todo mi cuerpo se acompasaba a tu música y comenzaba a interpretarla.

Te volviste y comenzaste a desnudarme mientras me besabas cada parte que quedaba al descubierto. Primero el pecho derecho, un costado, los hombros y entre descubrimiento y descubrimiento, me besabas los labios y rozabas los míos con tu lengua. Me quitaste los pantalones y cuando te agachaste para ver de cerca como me bajabas los calzoncillos, te hice incorporar.

– No, hoy es mi cumpleaños y me has prometido que haríamos lo que yo quisiera – te dije, sujetando tus muñecas – Y lo que hoy quiero es hacerte el amor yo a ti, como dices tú: te quiero cocinar y tú eres la masa, porque quiero hacer pan con tu cuerpo.

Suspiraste y te dejaste caer en la cama. Tus piernas colgaban al borde haciendo que se levantase tu cadera. Salté al suelo y me arrodillé entre tus piernas. Deslicé mis manos por la abertura de la falda, te acaricie los muslos, desde la rodilla bajando por el interior del muslo hasta la tela blanca de tus bragas. Te besé entre los pechos. Tú me arrastraste hacia tu boca. Me besaste como nunca lo habías hecho. Tu lengua se introdujo en mí y combatió con la mía en mi boca, nos chupamos los labios y la lengua hasta enrojecer. Tu pubis se apretaba contra mi pene completamente erecto.

– Un momento, por favor – te pedí – vamos por temas. Déjame que primero me dedique a tu espalda.
– ¡Humm! – murmuraste mientras te dabas la vuelta.

Siempre que veo tu espalda me sorprende su hermosura. Es suave a la mano y al beso, y en sus dos extremos hay lugares que te hacen sonar como un Steinway bien afinado: el cuello, donde no puedo insistir demasiado porque te enervas, o las redondeces y oquedades de tus nalgas, donde podría dormir y soñar durante cien años. Esa noche bese toda la espalda, empezando por la cintura, subiendo hacia el cuello y luego bajando hasta el canal de tu culo. Empecé a lamerte cada vértebra, intentando entrar con mi lengua en tus nervios, fui subiendo, primero las lumbares, dorsales y luego el cuello, al mismo tiempo mis manos recorrían tus costado y hacían círculos a los lados de tus pechos. Empecé a moverme al ritmo de tus respiraciones, me detenía un poco, si te quejabas o movías tu cabeza, para prolongar tu placer.

Me recosté a tu lado, quería disfrutar de tus caderas. Comencé a comerte la suave piel de tus nalgas, las lamí como si fuera la sal de la vida, recorrí con mi lengua el estrecho canal que las separa. Mis manos acariciaban tus inglés y la parte interior de los muslos. Cuando mis dedos rozaron el pelo de tu sexo, levantaste ligeramente la cadera, lo suficiente para que mi mano pudiera acariciarlo con suaves círculos. Mientras mis dedos recorrían los labios de tu sexo y giraban en los bordes de su entrada, te besé en esa otra entrada, tan estrecha y perfecta como una boca fruncida. Lamí suavemente su círculo que se dilató por un instante. Te quejaste, pero no insistí. Todavía quedaba mucho camino por recorrer. Me incorporé ligeramente y cogí un bote de aceite de la mesilla de noche. Eché aceite sobre tu espalda y lo extendí con las palmas de las manos muy abiertas. Durante un rato patiné con dedos y manos por la pista de tu espalda, así te relajaba un poco de la tensión anterior. Ya no gemías ni hablabas, pero ronroneabas como un gato. Seguí con tus piernas y me detuve en los pies. Antes de darte aceite, chupé tus dedos, uno a uno, intentando que el placer no fuera demasiado intenso para que lo resistieses bien.

– Date la vuelta – te pedí con la respiración entrecortada. Estaba muy excitado. Cuando te giraste miraste mi pene. Estaba completamente rígido y sonreíste.
– Ya ves, mi segundo cerebro está totalmente despierto.

Te incorporaste un poco y lo besaste y acariciaste con las dos manos como si guardases un nido de pájaros. Te empujé con suavidad sobre la cama y te bese en la boca durante un buen rato. Mis manos no paraban quietas, despacio iban recorriendo tu pecho. Cuando me acercaba al pezón y lo acariciaba, tu espalda se arqueaba un poco y tus piernas se juntaban, y girabas tu cadera. Tu sexo empezaba a tener hambre. Levantaste los brazos sobre tu cabeza y yo te besé las axilas y recorrí esas líneas de tu pecho que son como cuerdas de koto. Así sonaba tu voz igual que prolongadas y limpias notas que me ayudaban a no perder la línea del placer. Me incliné sobre tu pecho y lamí el pezón derecho despacio, primero por arriba y después en la parte inferior para acabar sorbiendo y apretando con mi lengua su botón. Después el izquierdo, mientras continuaba masajeando el otro pezón con mis dedos. Una corriente de energía pasó directa de tu corazón a mi cerebro, la chispa saltó entre la punta de mi lengua y la plana cumbre del pezón. Una gota de leche imposible se depositó en mis labios. Tu excitación me contagiaba, casi no podía contenerme.

Tomé un respiro, eché unas gotas de aceite sobre tus pechos. Mis manos empezaron a patinar sobre tu piel, ya muy sensible, produciendo un casi inaudible !ooooh¡ de tus labios. Por tu vientre dibujé círculos, apretando ligeramente en el regazo, como si quisiera estar dentro de ti, nadar dentro de ti.

Abrí tus piernas, el sexo parecía un animal que durmiera entre tus blancas ingles, me arrodillé entre ellas para poder mover mis manos a la vez por tus costados. Repetí las mismas caricias, unas veces más rápidas, otras más intensas, hasta que no pude ignorar por más tiempo tu sexo. Puse una mano sobre él, como si fuera una concha que le protegiera. Estaba caliente y húmedo, palpitaba excitado y me iba mojando desde la piel de los dedos hasta el último pliegue de mi cerebro. Tú humedad es más embriagadora que el sochu o el rioja, cuando me toca, me cuesta mantener el control, me lanzaría dentro de ti, entero, te invadiría todos los órganos y me quedaría durmiendo en ti. Mientras, con una mano, apretaba tu sexo y hacía un suave movimiento giratorio, la otra acariciaba tu pecho golpeando con los dedos un lado y con el pulgar girando sobre el pezón. Mi boca buscó la tuya, cuando nuestras lenguas comenzaron a jugar, mis dedos hicieron lo mismo y fueron recorriendo los labios de tu vagina, dejando que se abriesen como pétalos de una flor extraña. Estuve besándote y masturbándote hasta que no pudiste mantener tu boca pegada a la mía, el placer hacía que tu cabeza girase de un lado a otro y que tu rostro descompusiera el gesto hasta parecer que sufrías. Me detuve.

-¡Oh! ¿Por qué te paras? – te quejaste
– ¡Chiss! No me paro, es sólo un escalón más, ten paciencia – te susurré al oído.

Cogí un pañuelo y te até las muñecas, tus brazos estaban extendidos sobre tu cabeza. Te pedí que estuvieras completamente quieta, concentrada en tu placer. Te besé la barbilla y bajando recto desde ella, pasé entre tus pechos hasta llegar al ombligo que besé con más intensidad. Luego lamí todo tu vientre. Mis brazos te rodeaban las caderas y mis manos se agarraban a tu cintura. El pelo de tu sexo me hizo cosquillas en el cuello, y ya no pude más. Tiré de tus piernas hasta colocarte al borde de la cama. Me senté en el suelo, tu sexo quedaba justo a la altura de mi boca. Me sumergí con un beso prolongado entre los labios, saboreando el generoso licor. Tú te quedaste muy quieta, abriste un poco más las piernas ofreciéndote entera. Mi lengua te agradeció tanto deseo. Lamió los labios y giró plana sobre tu clítoris, sin tocarlo directamente todavía. Te arqueaste como una katana. Mis manos recorrían tu columna, ayudando a que el placer que se concentraba en tu sexo, se extendiese por la espina dorsal hasta inundar tu espalda, tu cuello y tu cerebro. Entonces comencé a chupar y rodear el clítoris, lo hacía al ritmo de tu cuerpo.

– Sí, si – murmurabas

Con una mano comencé a acariciar la entrada de la vagina, mientras mi lengua seguía su trabajo. Estabas casi a punto, pero yo prolongaba el placer acariciando más lentamente. Mis dedos entraron en ti, sintieron el músculo suave del amor, palpitaba y se contraía preparado para recibirme. Yo estaba casi enloquecido, seguí chupándote sin descanso, mientras con dos dedos acariciaba tu interior. Lamí tus ingles, tu ano, tu sexo y hubiera estado así hasta el amanecer. Era como estar en trance, tu placer alimentaba el mío y lo prolongaba. Pero mi organismo comenzaba a protestar, mi cuerpo quería descargar el semen que se mantenía guardado a presión, una presión cada vez más incontrolable.

– ¿Puedes entrar en mí? – me pediste.
– Sí, mi amor, estaba deseando estar dentro de ti.

Me incorporé. Me incliné para besarte en un hombro y mi sexo encontró el tuyo con un roce que nos hizo temblar. Te desaté y me arrodillé en el suelo y jugué con mi sexo en la entrada del tuyo y con suavidad acaricié el clítoris. Entré despacio, primero la cabeza y luego el cuerpo, lentamente hasta el fondo, porque estabas preparada y la piel de tu interior era suave y firme. Apenas nos movíamos, sentía tus músculos, como los de una garganta que quisiera tragarme, palpitaban y mi sexo respondía palpitando. Tus manos se apretaban sobre tus pechos y las mías se agarraban a tus caderas. Empezaste a acariciar tu sexo y el mío, unidos en su abrazo interior.

– Más rápido – pediste, mientras tus ojos buscaban los míos.

Entonces, sin salir de ti, te arrastré al borde de la cama. Yo quedé sentado sobre mis rodillas dobladas, tú estabas sobre mí, enraizada en mi pene, y con la espalda curvada sobre el borde de la cama. Sufrías y decías muy bajito, sí, sí, mírame quiero verte sufrir, te quiero…Pero yo seguía palpitando dentro de ti, casi sin moverme. Mis manos apretaban tus pechos y tú te acariciabas abajo. Te besé, otra vez en el hombro, clavé mis dientes y tú me arañaste la espalda. Te levanté un poco por las caderas y te dejé caer sobre mi pene, repetí el movimiento y tú pediste más energía.

– Mírame – casi gritaste – quiero ver como llegas.

Cuando dos ríos se juntan forman uno más caudaloso, así nos unimos, nuestras miradas fueron las primeras en darse cuenta de la intensidad de esa clase de muerte y nacimiento. Cada uno de nosotros vio la cara de sufrimiento en el otro y le amó más por eso. Después los ojos se entornaron y comenzaron las convulsiones. Tu vientre se curvó hacia adentro y luego se abombó rozando el mío. Al mismo tiempo te incorporaste y te abrazaste a mí clavando tus dedos en mis hombros. Yo grité algo, oooh¡ quizá o un te quiero ininteligible. Sólo recuerdo que me vaciaba en ti, y de esa forma terminaba la intensidad del placer y el sufrimiento. Golpeé con mi cadera la tuya, queriendo entrar aún más para regar tu interior con mi vida.

Terminamos juntos. Quedamos así abrazados. Tú sentada sobre mí, y mi sexo palpitando dentro del tuyo. De vez en cuando me besabas el pene con la boca de tu sexo. Yo olía tu pelo con intensidad y te besaba en el hombro, justo donde empieza el cuello. Besos blandos y dormidos. Mis manos relajaban tu espalda, casi acunándola. Pusiste la cabeza sobre mi hombro y te quedaste medio dormida, abrazada a mí como un koala. Estuve muchas horas sintiendo el roce de tus pechos cuando respirabas, sintiéndote palpitar por dentro mientras acompañaba tu sueño con alguna caricia, con algún roce en tu pelo. Quise detener el tiempo, pero el tiempo es sabio y siguió su camino evitando que, por la postura, terminara con lumbalgia.

El extranjero

– Lo ves – dijo el extranjero.
– Sí – contesté.

Con una rama había esparcido las brasas, recubriéndolas con la ceniza negra del fondo. La luz se extinguió pero pronto comenzaron a aparecer pequeños puntos rojos que se fueron extendiendo y agrupando.

– Es como si estuviéramos en una nave espacial viendo la Tierra – murmuró -, más exactamente como si estuviéramos viendo la historia de la civilización sobre el planeta.

Al principio no entendí a qué se refería. Se había formado una circunferencia rojiza rodeando las cenizas, en muchos puntos del interior de este círculo, las brasas iban apareciendo. Y de pronto, la vi. Estaba claramente dibujada, era la costa asiática del Pacífico, con las aglomeraciones de luces producidas por sus inmensas ciudades, Tokio, Shangai, Hong-Kong, Jakarta y el área oscura del océano, donde algunas brasas hacían imaginar aislados territorios.

– Sí, además se ve como crecen las ciudades, ocupando poco a poco todo el espacio – afirmé entusiasmado.
– Así es, así está siendo. Cada vez queda menos terreno sin iluminar – se lamentó el extranjero – dentro de mil años sólo quedará oscuro el lugar donde están los mares.
– Suena bastante mal – comenté.
– Ni que lo digas – añadió él -, será el principio del fin de la civilización.
– ¿Crees que así acabará la especie humana?
– No, la especie no, esta civilización – aclaró.

Hablaba como si lo hubiera vivido o lo hubiera leído en un libro de historia del futuro. Sin embargo no me sorprendía y conversaba con él como si de verdad todo lo que contaba hubiera pasado. En cierta forma le hacía el juego, como tema de conversación no estaba mal para una noche estrellada como la que disfrutábamos.

Había conocido al extranjero hacía pocos días en una convención sobre sistemas de comunicación máquina-cerebro. Coincidimos en la conferencia del Dr. Quiroz sobre “Interfaces neuronales para funciones motoras” y a la salida estuvimos comentando los avances de los últimos tiempos. Me sorprendió su profundo conocimiento del tema y algunas previsiones sobre el futuro que, aunque parecían sacadas de la mejor ciencia-ficción, sonaban perfectamente posibles en su boca.

– Sólo es el comienzo, primero buscaremos la unión de nuestros cuerpos a máquinas más fuertes, eficaces o incluso más inteligentes que nosotros, después cargaremos nuestros yos en el paradigma de la nube y seremos algo parecido a un virus informático – afirmó con absoluta certeza.

Durante los días de la Convención me encontré con él en todas las conferencias que seleccioné. Y de forma igualmente casual, terminamos cenando juntos un par de noches. El último día, en la copa de despedida le pregunté qué planes tenía.

– Me quedaré en Madrid unos días, quiero ver algunos museos y conocer la ciudad – contestó.
– Yo vivo cerca de la Sierra, si te apetece te puedo enseñar algunos sitios espectaculares – le ofrecí.

Quedamos para vernos el fin de semana. El sábado, salimos de Cercedilla y subimos por la senda Smith hasta Navacerrada. Llevábamos poco peso en las mochilas, pues pensábamos vivaquear al refugio de alguna roca y caminamos ligero. Conozco un lugar, subiendo por la pista del Telégrafo, desde donde se tienen unas vistas nocturnas impresionantes de la meseta sur, con Madrid iluminando gran parte del horizonte. Es un lugar despejado de árboles, con macizos de rocas graníticas que de noche parecen cíclopes petrificados. Y allí llegamos al atardecer de un sábado de finales de septiembre.

– ¿Qué ocurrirá? ¿Una nueva edad media? – pregunté reavivando la conversación.
– Un poco de todo. Los que se queden aquí sufrirán un decaimiento social y vivirán una época donde las guerras y la anarquía terminarán reduciendo la población hasta su práctica extinción. Otros se irán a otros planetas o elegirán un mundo virtual y unos pocos se irán a otros universos.

No sé si fue el vino que tomamos en la cena – unas latas de fabada calentadas con el hornillo de gas – o la certeza completa que mostraba el extranjero mientras hablaba, el hecho es que me fui irritando hasta perder la paciencia.

– Bueno, y ¿tú cómo coño sabes todo eso? – le espeté ásperamente y todavía un poco más cabreado, añadí – Ni siquiera sé tu nombre, llevo contigo casi una semana y no has sido capaz de decirme tu nombre. Pareces un espía, nunca llevabas la placa identificativa en la Convención.
– Eso no tiene importancia, soy un extranjero que mañana se irá a su tierra y no volverás a ver – contestó con frialdad.
– ¡Qué fácil! Desapareces y ya está ¿También se puede mandar un correo preguntando cómo estás o una llamada, quizá un día puedas volver a España o yo ir a tu país? No, tú eres El Extranjero y cuando te vayas, desaparecerás para siempre.
– No es eso, tú eres demasiado empático. Le cuentas tu vida a cualquiera. Apenas llevamos unos días juntos y ya sé que tienes una mujer china y un nieto negro. Yo no soy así, prefiero disfrutar con intensidad el momento sin mezclarlo con lo que yo soy o tú eres – se disculpó.

Le eché la culpa al vino, le comenté que normalmente no perdía los nervios, que todo lo que me contaba era demasiado extraño, que cualquiera que lo escuchara podría pensar que le estaban tomando el pelo. Sin embargo, volví a la carga. Mi curiosidad iba en aumento, a la par de mi incredulidad.

– ¿Por qué hablas con tanta seguridad? Parece que lo has leído en un periódico – y añadí, bromeando – ¿No serás un viajero del tiempo?
– El tiempo no existe como tal, el pasado y el futuro están en el mismo plano que el presente, digamos que todo existe simultáneamente. No hace falta viajar por el tiempo para saber estas cosas. Están escritas en la naturaleza, en las brasas, como has visto, en las nubes, en el vuelo de los pájaros o el halo de la luna.
– Ya sé, desde que el hombre es hombre existieron los chamanes, ellos podían leer las tripas de los animales y hablar con los espíritus – contesté.
– Mira las brasas. Se están apagando, las ciudades están cayendo, los estados desaparecen. La civilización como la conocéis se está desvaneciendo.
– Y las chispas que salen de las brasas son los que escapan de la Tierra – añadí con cierta sorna.
– Efectivamente.

La imagen de las chispas convertidas en naves espaciales no distrajo mi atención que había quedado atrapada en las palabras del extranjero: “como la conocéis”. De dónde se creía que era este loco. Y aunque todo parecía una alucinación, el hombre hablaba con cordura, convencido, mejor dicho, sabiendo que cada universo tiene un tiempo que no fluye, que permanece estático y sucede por siempre y simultáneamente, pasado, presente y futuro juntos en la misma habitación, suspendidos, sin tiempo. Si algo alteraba ese delicado equilibrio, se creaba un universo paralelo, donde se ajustaban pasado, presente y futuro a un nuevo equilibrio. La conversación, al calor de las brasas y en aquella noche estrellada era muy amena, me recordaba muchas otras, mantenidas con amigos, a la luz de las mismas estrellas, imaginando el Universo y sus secretos. Aunque aquella noche era diferente. El extranjero no imaginaba el Universo, lo describía y anunciaba otros universos, casi infinitos, tantos como las posibilidades que cada ser vivo, cada estrella tiene de elegir y crear otro camino alternativo, otro universo paralelo. Todos esos millones de universos estaban contenidos en un universo mayor, donde sólo se podía permanecer durante el tránsito entre dos universos. No eran elucubraciones sino conocimiento. Y esa sensación fue calando en mi mente, produciéndome desasosiego. Sentía que estaba a las puertas de una revelación que cambiaría mi forma de ver las cosas y yo estaba cómodo con mis esquemas mentales, con mi trabajo y mis aspiraciones. No tenía ganas de que alguien pusiera todo patas arriba, por mucho que me diera la comprensión del Universo.

– Claro, por lo que dices, no es posible viajar por el tiempo en tu propio universo – comenté, mordiendo el anzuelo de la curiosidad y traicionando mi novísima decisión.
– No. Si viajas al pasado, producirías una alteración y, en ese mismo instante habrás creado otro universo. En cambio, sí es posible viajar transversalmente.
– ¿Transversalmente? – pregunté.
– Viajar a cualquier tiempo de otro universo.
– Y crearías otra alteración.
– Curiosamente esta alteración no produce un nuevo universo, aunque puede cambiar su futuro. Los universos paralelos sólo nacen dentro de sí mismos – contestó mientras se levantaba a estirar las piernas y mirar al horizonte.

Me lié un cigarrillo y eché un trago de la bota. Me acerqué a él y le ofrecí el vino. Bebió sin atragantarse, como si hubiera nacido en Valdemorillo. Era un ser extraño, no tenía acento extranjero y bebía vino como un nativo, pero indudablemente no era de aquí, venía de lejos, quizá de una república ex-soviética, quién sabe.

– Reconóceme que es para pensar que te falta algún tornillo – los dos mirábamos hacia el valle, donde la ciudad iluminaba el horizonte -, si no fuera por que en los días de la convención he podido comprobar que eres un tipo inteligente, tus historias son para dudar de tu cordura.
– ¿Tú crees? No será que son temas que quedan lejos de tus intereses diarios y en los que nunca piensas – contestó volviéndose hacia mí.
– ¿Y para qué pensar en futuros simultáneos o universos que nunca veré? – y añadí con cierta amargura – Bastante tengo con intentar pagar a mi casero o entender a mi mujer. Como entretenimiento está bien, pero el lunes en mi despacho, la realidad se impone y todas las teorías se esfuman.
– Eres muy negativo, has dicho que nunca verás otros universos ¿porqué no?

Aquello fue demasiado para mí “¿Porqué no iba a ver otros universos?” Como si se extrañara de porqué no voy a Burgos, exactamente lo mismo. Me estaba mareando, necesitaba airearme un poco. Me di la vuelta y caminé hacia la siguiente loma siguiendo la cuerda de la montaña. El extranjero se quedó recogiendo el hornillo. Me senté en una piedra a unos doscientos metros de él. Pensaba en mi compañero de noche, las teorías que manifestaba eran interesantes, aunque hay muchas teorías sobre lo que desconocemos que alegran una conversación nocturna, normalmente intrascendente. Y, sin embargo, su forma de hablar, me hacía pensar en que podía tratarse de un viajero del tiempo, si bien cuando esa idea se me venía a la cabeza, la expulsaba por su ridiculez. Me decía que había leído y visto mucha ciencia-ficción y que, en el fondo, sentía un inmenso deseo de vivir una de esas historias, de ser el elegido. Volví decidido a desenmascararlo. Lo encontré extendiendo su saco de dormir.

– ¿Te acuestas ya? – pregunté.
– No, necesariamente. Estaba preparando la cama – contestó.
– Oye, eso de ver otros universos ¿De verdad crees que es posible? – le hablé intentando no poner énfasis en alguna sílaba.
– Naturalmente, aunque no hay que hacerlo de forma gratuita – dijo mirándome intensamente a los ojos.
– ¿Y?
– Hay seres que lo hacen, siempre buscando un objetivo. Por ejemplo, corregir el rumbo de una civilización descarriada, volar un asteroide imprevisto que amenaza un planeta en el que se tienen muchas esperanzas…
– ¿Qué son? ¿Una organización interestelar? – dije mofándome y señalándole con el dedo.
– No, por usar tus términos, es una organización inter universal – y añadió –, las estrellas se les quedan pequeñas. Y es una organización que continuamente busca nuevos miembros, en distintos universos y tiempos.
– ¿Me estás diciendo que tú eres uno de ellos?
– No, hombre – y se rió a carcajadas -, yo soy un estudioso del tema, sólo eso.

Siguió riéndose. Intuí en él a un gran actor. Estaba echando tinta como los calamares para ocultarse. A esas alturas de la conversación, no me hubiera extrañado que dijera que era el enviado de la IUO para nombrarme embajador en el planeta Tierra o cualquier otra barbaridad.

– Vale, ya que sabes del tema, me podrías decir qué buscaría un enviado, digamos como tú, en alguien como yo.

Dudó un instante, volvió a coger la bota y echó un trago de vino. Carraspeó y con voz doctoral dijo que probablemente entregarle un mensaje, encargarle una misión o, simplemente, dejar una semilla. Añadió que el elegido no lo era al azar, se estudiaba mucho la genética, el patrón temporal, la posición espacial y otros parámetros incomprensibles para mí, antes de decidirse por él.
– Ya, entonces soy una especie de super-héroe y me vas a encargar una misión y dar poderes sobrehumanos, naturalmente – dije con voz cansina.
– Naturalmente – respondió.
– ¡Perfecto! Vamos a dormir que se nos echa la madrugada encima y estoy saturado de tanto marciano – dije metiéndome en mi saco.
– Buena gente, tuvieron mala suerte con el cambio climático.
– ¡Vete a la mierda! – y me volví de lado para no ver siquiera su bulto, sin darle las buenas noches.

Desperté con el sol bastante alto, debían ser las diez de la mañana. El extranjero no estaba en su saco de dormir. Calenté agua en el hornillo y prepararé café con leche en polvo. Me extrañé de su ausencia, en un principio pensé que habría ido a hacer sus necesidades, pero había pasado casi media hora. Me incorporé con la taza de café en la mano y di un paseo por los alrededores, llamándole.

– ¡Eeeh!¡Oooh! – me estaba volviendo a enfadar, no podía llamarle por su nombre, así que empecé a llamarle como se me ocurría, cantando, diciéndolo ampulosamente – ¡Extranjero!¡Enviado! ¿Dónde estás?.

No había nadie que respondiera ni gritando “viajero del tiempo”, “loco de remate”, nada, sólo el sonido del viento y el de los cencerros. Recogí los sacos y cargué las dos mochilas. Iría a Camorritos y cogería el tren. Tenía que parar en el puerto para dar aviso de que había desaparecido. Pero ¿quién? No sabía su nombre, qué le diría al policía, que un tipo extranjero, de un país que no conozco, sin nombre, ha venido conmigo a la montaña y se ha volatilizado. Era imposible, me iba a buscar un problema que por el momento no tenía solución. Decidí volver a casa, ya pensaría cómo localizarlo. Quizá los organizadores de la Convención me podrían facilitar la lista de inscritos y allí encontraría alguna pista.

Fue en vano, lo que al principio era preocupación por si le había pasado algo al extranjero, se transformó en obsesión. La secretaría de la Convención me facilitó la lista. Introduje los nombres en el buscador de Internet y conseguí la foto de muchos de ellos, así fui descartando a unos por su cara, otros por edad, sexo o raza. Al final me quedaron doce nombres. De nuevo solicité a la amable secretaria la dirección de los doce fingiendo que les quería enviar mi último libro sobre “Conexiones neurona-nanochip”. Les escribí un e-mail preguntándoles, básicamente, si me conocían y si habían estado conmigo en Navacerrada. Afortunadamente los doce contestaron y lo hicieron con amabilidad y simpatía, de esa forma pude librarme de la obsesión enfermiza de buscar a un extranjero sin nombre. Digamos que dejé de buscarlo, aunque seguí pensando en él.

Un día recordé su mochila, por increíble que pueda parecer no había reparado en ella. Invertí mucho tiempo en averiguar quién era cada participante de la Convención y ni un instante para pensar en su mochila. Increíblemente estúpido. Cogí la escalera y saqué todo el material de montaña del altillo del armario. Abrí el macuto. No había nada personal, restos de comida seca, una linterna y al fondo, envuelta en un paño de algodón una esfera de vidrio. Una semilla, pensé.

La tomé en mi mano, era parecida a las esferas de navidad, que encierran un paisaje nevado y al mover la esfera la nieve vuelve a elevarse y caer sobre los tejados de las casas. Aunque había notables diferencias. El vidrio era macizo, no había agua o líquido en su interior y pesaba bastante. Era completamente transparente y en su interior flotaban muchos copos de nieve de diferentes tamaños. Los copos no se movían al cambiar de posición la esfera o agitarla, si no que seguían su propio movimiento. Me fijé con más atención y vi que los copos tenían formas muy definidas. Busqué una lupa y mi sorpresa fue mayúscula, aquellos copos eran galaxias, flotando en un universo encerrado en esa esfera.

La historia del extranjero se ha adueñado de mi vida. He perdido la esperanza de saber quién era, recuerdo sus palabras “soy un extranjero que mañana se irá a su tierra y no volverás a ver”. Él vino de otro universo, tenía una misión. Nuestro encuentro no fue casual, me buscó y cuando tuvo la oportunidad de soltarme el recado lo hizo. Estoy cada vez más convencido de que el extranjero decía la verdad. Sin embargo, me martiriza, no saber cuál es el mensaje. Tengo una esfera que encierra un universo –seguramente es la semilla que tenía que darme – y no sé qué hacer con ella ¿Debo entregarla a la Ciencia? ¿O es un objeto que yo, el elegido, debo desentrañar? Me siento culpable de que un enviado de otro universo fallará en su misión por mi ceguera, por mi incapacidad de comprender qué debo hacer. Y me paso el tiempo viendo como, en mi esfera de vidrio, unas galaxias giran alrededor de otras y las novas explotan en pequeñas luces.

Otras veces pienso que estoy enloqueciendo y por unos días me fuerzo en no pensar en él.

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APENAS RECORDAMOS

 

EL VIAJERO DESPIERTO

Los sentidos nos acercan al exterior. Son cinco al menos, la mayor parte del tiempo dormitan atentos a una señal y la otra trabajan en automático sin esperar que les presten atención. El viaje es una buena oportunidad para practicar con ellos. Sus experiencias nos ayudarán a apreciar y entender mejor lo que nos rodea, que de tan habitual apenas comprendemos o valoramos. ¿Quién no encuentra en la cara de su hija un lunar que antes no había visto? Al cambiar de aires, se cambia de olores, sabores, sonidos e imágenes, incluso el tacto es distinto y esos cambios despiertan los sentidos, a veces intempestivamente.

Pero, ¿qué es viajar? Según La Real Academia viajar es trasladarse de un lugar a otro, sin embargolos que viajan lo dirían de una forma diferente. Ni mejor ni peor que la definición del Diccionario, pero seguro que más cálida y con matices. Hay viajes de placer, son aquellos que se realizan por gusto; no importa la razón: unas vacaciones rápidas o dos años navegando alrededor del mundo son traslados voluntarios. El navegante puede buscar un sueño y el turista un poco de sol, pero ambos viajan porque quieren y pueden. Los otros viajes tienen motivos variados y, aunque algunos no estén exentos de placer, la razón que los guía es otra. Hay viajes de negocios como los de Marco Polo o los de la legión de ejecutivos que surcan los cielos; de estudios como los de Erasmo o el de un postgraduado a Yale; de despedida, los que van a su tierra a enterrar un recuerdo; hay peregrinaciones a lugares sagrados y también el terrible exilio. Alguien me dijo alguna vez que viajar no era únicamente trasladarse, sino buscar y estar en un destino.

No hallarás otra tierra ni otra mar.
La ciudad irá siempre en ti…
…la vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.

Kavafis sabía una parte, aunque cambiemos de lugar permanecemos en nosotros mismos, incluso si hemos llegado allí huyendo de nuestra historia. Pero el viaje cambia no sólo el decorado.

Un buen día de otoño, me lo volvió a recordar otro viajero, tomábamos una copa en un hotel de Tokio.

– Esos cambios nos enseñan lo relativo de nuestros principios. Cada ciudad, cada cultura que conocemos arranca una capa de la cebolla de nuestras costumbres, dejando nuestro yo cada vez más indefenso – me dijo.

Perder la fe en los principios fundamentales no era tan dramático para él, probablemente la única forma de empezar por el buen camino. Al contraponer la propia verdad a la ajena y recibir aquella como respuesta, aprendía que hay muchas formas de ver las cosas y que los hombres justos se parecen en todos los sitios.

Escuché sus historias divertido, daba extremada importancia a los sentidos, porque decía que eran las manos que cosechaban para saciar la boca hambrienta del espíritu. Las transcribo, como si de un largo monólogo se tratara, sin incluir diálogos, circunloquios ni interrupciones para ofrecerse tabaco o pedir té para él y zumo de naranja para mí. Se han ordenado los recuerdos siguiendo un guión – ahora lo sé – previamente trazado por su mente, pero que no tuvo un desarrollo lineal en ningún momento. Pasaba de una anécdota a otra, cambiando de ciudad y de recuerdo, guiado aparentemente por el azar. No sé por qué sólo hablaba de esas cinco ciudades. Evidentemente las conocía bien y para él tenían alguna relación.

Al final de cada «sentido» introduzco alguna observación propia que resume los comentarios que vertimos durante aquella tarde lluviosa, sentados en la cafetería del lobby de un hotel de Tokio.

EL OLOR DE LOS AEROPUERTOS

Cada aeropuerto tiene su olor o su mezcla de olores. Lo mismo ocurre con las personas, cada una huele diferente: a tabaco y a Givenchi, a sudor y a Kouros o a cualquier otra mezcla abigarrada. Pero siempre hay unos pocos olores que destacan e identifican, por ejemplo, a un aeropuerto. Si se cierran los ojos, se puede oler en los rincones de la memoria. Es un ejercicio difícil porque hay que oler hacia adentro, aunque con un poco de práctica se convierte en algo tan sencillo como recordar un rostro.

…el aeropuerto de Kimpo en Seúl. Huele a ajo, sin disfraces ni frituras: a diente de ajo. Los coreanos usan el ajo como ustedes los ibéricos las aceitunas, por eso Corea huele a ajo desde que se pisa el finger hasta que, en un acto de defensa propia, te comes media docena de dientes de ajo. No se trata de un acto de locura, sino de la única forma que conozco para dejar fuera de combate a la pituitaria, y poder comportarme de manera civilizada durante la estancia. Incluso en Corea se considera de poca educación retirar el rostro cuando se saluda a la gente y, de peor, que te de una arcada cuando te sonríen. Corea nunca será tierra de vampiros, al menos eso ganan.

El aeropuerto de Ciudad de México huele a maíz, pero a diferencia de Corea, en México no te desprendes del olor. Lo invade todo: las catedrales, los pedestales de los gobernantes, los zócalos donde se extienden las mantas multicolores con cualquier cosa que la mano pueda hacer con el metal, la madera o las plumas de un pájaro. Supongo que si pudiera comerme un quintal de mazorcas, dejaría de oler; para siempre, me temo. La mayoría de la gente convivimos sin problemas con la dulzura del olor a maíz, pero se dan casos agudos en los que al visitante le resulta tan empalagoso, que adquiere una perpetua cara de asco. Se les distingue fácilmente porque siempre llevan la nariz arrugada y los labios fruncidos.

Al llegar a Madrid distingo el olor de Barajas: fritanga, que es el término con que ustedes designan al aceite de oliva frito. Quizá me contagie de la exageración propia de los españoles pero, si cierro los ojos, en vez de las tiendas Duty Free podría estar rodeado de los bares de Tirso de Molina. Los españoles gustan rebozar y freír casi todo – a ser posible en aceite de oliva – y en algunos bares son tan tradicionales que siguen usando el aceite con el que frieron sus padres, por eso las calles conservan olores de rancio abolengo.

Heathrow is different. En este aeropuerto no huele a comida – menos mal -: este aeropuerto huele a moqueta. Londres, todo el Reino Unido, huele a moqueta. Es como si los británicos poseyeran la función fotosintética y no se alimentaran de cosa sólida. Luego, más tarde, se comprende. En fin, con su moqueta se lo coman.

Acabo de llegar de Narita. Allí, en su aeropuerto, todo es perfecto, limpio, exacto, práctico, esterilizado, pero aunque parezca que el olor es imposible, olfateando con perspicacia, se descubre la soja y el sake. La soja es una planta milagrosa que sirve lo mismo para un dulce, que para hacer aceite o tofu o yuba o tantas cosas de nombres hermosos. A la soja se le añade mostaza, wasabi o se la usa de condimento en sopas y salsas. Si la soja es la sangre del Japón, el sake es su refugio, porque a pesar de su belleza, si no lo conoce, le aseguro que vivir en Japón es duro y a sus gentes les gusta buscar el refugio de una botella caliente de vino de arroz”.

Mi viajero insistía en dejarse guiar por la intuición de los sentidos. El olor podía delatar a un pueblo descuidado, aburrido o exquisito y también enseñarnos que lo que huele mal, lo hace en cualquier lugar. El olfato, junto con el tacto, son los sentidos más universales y en los que hay menos puntos de desencuentro entre distintas culturas.

A VECES EL GUSTO NO ES MÍO

El sentido del gusto cojea y necesita las muletas del olfato y el tacto para completar sus sensaciones. Podemos ver sin oler o tocar: casi no pasa nada. Ahí están las salas de cine, llenas de soñadores. El tacto es la vista de la noche. ¿Y el oído? Tampoco necesita compañía. ¿La música necesita acaso un cóctel, un ballet, una caricia? ¿no se escucha mejor con los ojos cerrados y si fuera posible flotando en el vacío?. Pero el sabor necesita al olor – y también al tacto – para completar la felicidad de un buen cocinado; es la mitad de un sentido, un apéndice húmedo de otro. Se puede oler sin paladear pero empobrece lo contrario. Y el tacto delimita a los dos sentidos y les da textura. La comida es el acto del gusto y en las comidas es donde los contrastes entre lugares diferentes son más violentos.

El viajero que visita un lugar debe disponerse a conocerlo, y las costumbres culinarias son una faceta inexcusable. Siento horror cuando veo a un turista con el coche lleno de latas. Me recuerdan a los que se refugian aliviados en las hamburgueserías de Tokio. Una lástima, Du bist was du isst, creo que ustedes dicen de lo que se come se cría. No es posible entender a la gente de un lugar sin comer su comida; alrededor de la cocina se desarrolla buena parte de la cultura de los pueblos. La comida trae la conversación que trasmite las historias de familia. Aquí, en Japón, la comida es una larga sobremesa. Durante esta ceremonia se intenta excitar a todos los sentidos con las composición armoniosa de la mesa, las formas y colores de los alimentos, el sonido pausado de un instrumento de cuerda o la conversación. Pero hay tres sentidos que participan activamente en la ceremonia, saboreando, oliendo, palpando las pequeñas esculturas que se ofrecen en bandejas de madera lacada y fondo de bambú. Japón tiene una cocina esplendorosa en variedad y en sabores: el tempura de aires canónigos; la soba y el rame, que en forma de sopas son alimento cálido y reconfortante; el shabu-shabu y el buey de Kobe, deliciosos al paladar y dolorosos al bolsillo; el yakitori casi magrebí y el pescado realmente fresco. Después de la soba o del limpio tacto del toro – ventresca de atún -, siento que detrás de las manos ajadas de la mujer que me ha servido o de los hábiles cortes con que el cocinero preparaba el sashimi, está el respeto propio que fundamenta el espíritu de este país.

Si Londres es un crisol donde la India, China y el Islam conviven con los naturales, le hablaría de las delicias de sus pequeños bombais, shangais o dubais, si en cambio nos referimos a lo puramente británico, mejor sería que sólo hablara de cerveza. No conozco ninguna especialidad de las islas – excepto el Cheddar – que no sea superada por cualquier aperitivo preparado al sur de París. Pero las cervezas dejan huella en el paladar del viajero. En cualquier pueblo puede haber una cervecera local. Sus cervezas son espesas como labios y convocan a los cansados al final del día. La sobremesa en Inglaterra se hace en el pub o en el club, que es lo mismo pero “más selecto”. Hay otros sabores que, después de varias semanas allí, se llegan a celebrar: las judías con tomate dulce o los sándwichs de pepino. Las dos especialidades tienen también su escala de valores, en cambio no he podido encontrarle la gracia a la forma en que hierven las verduras, y no apruebo en absoluto el abuso de la mantequilla.

En España empiezan eligiendo un buen vino. Si no se es experto, se puede empezar por un bodeguero del país – porque allí llaman países a todas las comarcas -, luego se irá aprendiendo. La comida española es de apariencia sufrida, pero especialmente delicada. Si está cocinada con afición y paciencia, y sobre todo si se come en su punto, es todo lo buena que uno desea, pero no admite interpretaciones foráneas y el tiempo la marchita enseguida. Así es difícil encontrar un buen restaurante español fuera de sus fronteras. Me sorprenden las horas a las que ingirieren los alimentos y la copiosidad y duración de las comidas. También es admirable que la desmedida sea incorregible, después de las muchas tardes que pasan repitiendo algún plato especialmente indigesto. En España el sonido es parte de esta fiesta, en mi país, que es más tranquilo, acompaña sin avasallar, pero ustedes gritan para decir cualquier cosa y procuran hacerlo a un tiempo. Ésta es una auténtica prueba de fuego que se exige al forastero para llegar al alma de un buen plato de fabada, un cocido maragato, unas migas o unas sardinas al espeto. Pero el vino siempre está a tu lado, para calentarte entre el frío griterío y enclaustrarte más allá de los sonidos.

El calor no es exclusivo del tacto, cualquiera que haya probado unos chiles lo sabe y el que no, créalo y tome sus precauciones. México es para paladares de fuego. Se necesita un proceso de inmersión, en el que se arriesga la venganza del azteca – y con él usted tiene más cuentas pendientes que yo -, antes de poder empezar a distinguir los matices de unos sabores tan subidos de tono. México sabe a frijoles y aguacate, a chiles y jalapeños, a tequila y a pulque y a zumos de frutas. Sin embargo el chile suele ser el que queda mejor grabado en la memoria. Para un extranjero el chile es uno y en este país hay cientos de chiles, que varían en color, tamaño y potencia – algunos golpean directo a la cabeza -. Pero en México el sabor no se abarca sólo con el paladar, porque si no, cómo explicar que su aire pueda saber a pueblos que esperan el retorno de sus dioses o que quizá agonizan heridos de muerte; a miedo en las calles silenciosas de la noche, porque el miedo es salado y con cierta acidez; a oro y a plata mezclados con sangre india, sangre negra, sangre mezclada; a hombres y mujeres que perdieron su condición. A algunos viajeros, México, les puede saber a deuda.

En la otra orilla del Pacífico, en las costas de Corea, un rey tiránico gobierna el paladar, corroe dentaduras, perfora intestinos y produce intensas hemorroides: es el kimpchi. Las tradiciones coreanas dicen que hay que enterrar la hojas de col mezcladas con veintitantas especias diferentes, para que maceren durante un par de meses bajo tierra. El resultado se presenta de color verde o blanquecino y acompaña a todos los platos: su presencia es obsesiva y ofrece una barrera difícil de salvar. Sin embargo hay otro aspecto de la mesa coreana que se puede degustar sin arriesgar las papilas: las formas, las maneras adecuadas para ingerir el alimento con urbanidad. Nos sonreímos cuando lo que nos parece procaz en nuestros lares es convencional entre otra gente. Corea es un lugar de continuas sonrisas. A pesar del respeto que tengo por las costumbres de cada lugar, no puedo evitar la sonrisa cuando me invitan a un restaurante. Comer en el suelo, calentado como si fuera las termas romanas, implica ciertas desinhibiciones. El uso de las manos, otras. En Occidente hemos separado las manos de la comida, pero el resto el mundo come con las manos; en Corea, son un cubierto más, que se introduce en la boca para empujar los rollitos de lechuga rellenos de carne, ajo y, naturalmente, kimpchi.

Mi viajero tenía reacciones viscerales cuando se hablaba de comida. Consideraba que la buena cocina es reflejo de generosidad entre las buenas gentes. “El que tiene el gusto cojo y delicado, puede amargarte un viaje”, – me decía y afirmaba que el que comía con disgusto la comida de un lugar terminaba recordando del Taj Mahal sólamente que era un edificio blanco.

EL TACTO TAMBIÉN CUENTA

El tacto se practica sobre todo en la cama y siempre con una piel de por medio, pero aparte de este hecho exquisito ¿qué otras cosas tocamos, que permanezcan en la memoria? Porque tocar, lo hacemos continuamente; la ropa es roce constante que rápidamente se olvida, y si hay alguna prenda que se nos hace presente durante la jornada, pasa a las perchas del fondo del armario o a un contenedor al uso. Desde que nos levantamos, andamos tocándolo todo: el cepillo de dientes, el jabón, el billete de metro, el filtro de un primer cigarrillo, siempre tenemos algo entre manos, pero pocas veces somos conscientes de su tacto, simplemente sostenemos las cosas, sólo a veces las acariciamos y la caricia es la base de la memoria del tacto. Alejémonos de la piel en esta conversación, porque una piel que se recuerda, hace olvidar otros tactos útiles.

…Kimpo en Seúl. Se acuerda que olía a ajo, pero ya hemos hablado del olor, ahora nos preocupa recordar lo que tocaron mis dedos en otros viajes. Entre los que vivimos de hotel en hotel, éste es un truco muy útil para adaptarse al cambio: recordar sensaciones anteriores para ponerse en situación lo más rápidamente posible. Y yo soy un ser ordenado, que almacena sus recuerdos en las carpetas de un disco imaginario con los nombres de los sentidos. Allí está el eslabón que me faltaba: la lencería de los teléfonos. En todas las casas, despachos y bares con clase de Corea, se viste a los teléfonos con algo así como unas braguitas de macramé; en el país del plástico, su tacto parece descarado y el gesto de coger un teléfono adquiere cierto erotismo.

En México el tacto de la piedra es árido, pero atrae el ensueño de civilizaciones perdidas y esa aridez siempre se puede matar, tomándose un trago de pulque, antes de iniciar la escalada de una pirámide. Allí, en la cima de una de ellas, conocí a un maestro que contaba la historia de los dioses aztecas a un grupo de niños, y vi sus caras de asombro al oír cómo nació Teotihuacán, también – probablemente gracias al pulque – imaginé a otros niños no muy diferentes, nacidos en aquellos días en que los estucos de la Avenida de los Muertos tenían vivos colores. El tacto de la piedra es árido en otros sitios, pero para mí la piedra es más árida en México, o eso es lo que recuerdo.

La tierra de ustedes también es seca y al tacto cuartea las manos, pero en otros lugares de su país, es verdad que el verdor es insultante y la humedad recibe entre las sábanas. La memoria táctil debe ser como una lengua invisible de camaleón, que va tocando y guardando la esencia de lo que toca, pues bien, la lengua invisible del viajero reconocerá España por la dura hoja de las encinas o las acículas quebradizas de los pinos al cruzar un bosque, por la fría superficie de una botella de vino y la suavidad de una mesa de pino añoso sobre la que tanto gustan echar órdagos y envites – nunca he entendido esta extraña afición a una partida -, y perderlos – menos, todavía, el placer de la derrota -. También la reconocerá por el pan. En eso se parece a mi país: el pan entre las manos, la harina blanca sobre las hogazas, la vítrea superficie de una barra bien tostada.

La antigua Albión debió de ser suave y húmeda, como una joven vikinga, aunque ahora se encuentre asediada de construcciones. El que llega allí por primera vez creerá que a las yemas de sus dedos les están esperando los tallos de césped en High Park. Pero en Inglaterra hay otros tactos, que se imponen a los sueños, quizá el más familiar sea el del mango de un paraguas o el de las solapas de una gabardina, y es que se suele tener mala suerte y siempre que se llega a estas latitudes, el tiempo está de perros y lo que queda en la memoria es el continuo quitar y poner de las prendas, y su tacto húmedo.

En Japón todo se hace a ras del suelo, se come sentado en él, se duerme sobre él, es cama y mesa, pero también es suelo por donde se pasa. Esa presencia absoluta del suelo, lo hace símbolo de intimidad y así el suelo merece todas las atenciones y limpiezas. La primera vez que dormí sobre el suelo de una casa tradicional me olvidé de los otros tactos del Japón. La piel de ese suelo es el tatami. Es piel de cañas de arroz, suave, acolchada y hace que la superficie de un dormitorio sea una cama sin fronteras, con muchas posibilidades para las parejas imaginativas. Esa primera noche, quizá de forma accidental, – y sin pareja – mi mano resbaló del futon hasta el suelo, posándose sobre el tatami. Pasé un buen rato recorriendo pensativo los trenzados de caña.

El tacto suele estar dormido cuando andamos despiertos y despierta cuando nos vamos a la cama, pero mi viajero era avezado y prestaba atención a este durmiente y promiscuo sentido, del que extraía enseñanzas sobre la naturaleza y las costumbres de otros lugares.

EL SONIDO DE LOS LUGARES

El koto es una guitarra para gente pacífica, silente y sedada o con ganas de que la seden. Lo escuchará en los hoteles de Japón. Mejor en los riokanes que son fondas para viajeros pero en japonés, es decir más cuidadas y más cómodas. Algunos riokanes son pequeños palacios donde tras cualquier biombo esperamos encontrar a una princesa de pasos cortos y con el aspecto de una amante sumisa a los gustos de su señor. La percusión del koto es distante, sus notas aisladas recorren los pasillos de perfecta geometría y espartano diseño; son notas precisas que definen el espacio, igual que lo definen los escasos objetos que adornan sus salones. Cuando oigo vibrar una sola de su cuerdas, sé que el té verde está caliente, que estoy aquí, en Japón, y me dispongo a beber de mi taza. Entonces me vienen a la memoria los sonidos de otros lugares…

…el sonido de Inglaterra. Allí no es la música lo que recuerdo – aquella música la oí en mi juventud pero en otra ciudad -, recuerdo su representación y el ruido del vidrio afinado por el contenido desigual de las jarras. También las voces enfrascadas en conversaciones blandas, punteadas de risas contenidas: el sonido de un pub antes de empezar un directo. En los Midlands, ese sonido es igual al alma inglesa, joven cuando canta y vieja al hablar. La canción suele sonar bien y es que cantar “lo de ahora” en inglés parece más fácil que en otras lenguas. La letra habla de sexo, libertad, drogas, amor, automóviles suicidas, mientras que los parroquianos, todos personas ya hechas, hablan de la fábrica, del Liverpool y acompañan el ritmo con un leve movimiento – cosas de los cambios del alma -.

El sonido de su tierra no es fácil de describir. Creo que, ante tamaña demostración de algarabía, es difícil decidirse. Hay españas que suenan a cigarras, restregando sus espinosas patas incansables, el mediterráneo es así en verano. Hay otras españas de pandereta, – en el buen sentido, no se ofenda – y que se pone a bailar por las esquinas sin recato o que canta con voces desgarradas. Pero quizá el sonido que más me sorprendió fue el silencio de la grandes extensiones, casi deshabitadas, que todavía quedan en su patria. 

Bullicio, esa es la palabra, en el Zócalo un sábado por la tarde. El bullicio es un color abigarrado, como lo son todas las ciudades de México, y en aquella plaza – aunque habría que inventar un sinónimo para describir un pueblo sin edificios – están todos los colores. En la sinfonía del bullicio se destacan el viento, la cuerda y la percusión. O lo que es lo mismo, las bocinas, el zumbar de las muchedumbres y los tambores de los indios. No es un parque de atracciones, es la vida misma condensada en unas pocas hectáreas y aunque eso ocurre en otras partes – recuerdo sitios con bicicletas y gentes comiendo arroz en pequeños carromatos -, en México el bullicio no es únicamente movimiento, es manifestación de vida que se extiende prolífica, dicen que hacia el norte.

Incluso en Seúl, donde millones de nuevos conductores aprenden a conducir en un gran atasco, se encuentran lugares tranquilos, donde la música de cuerda nos sitúa en Oriente. Pero éste es un país con prisas para hacerse rico, para tener lo mismo que América o su amado Japón, y está olvidando su sonido. En Corea se puede escuchar música de sirenas, al ritmo de los abanicos multicolor de las bellas bailarinas de Pusan, pero en mi recuerdo hay otros sonidos familiares que se imponen, traviesos: el pedo y el regüeldo. Olvide la procacidad de mis palabras y busque la gracia del asunto: no hay muchos países donde pueda deleitarse con un buen regüeldo en la mesa, sin ofender a los comensales.”

Otra vez cinco ejemplos y una misma moraleja que, en las idas y venidas de la conversación, afloraba en los labios de mi viajero: lo que en un sitio huele mal, aunque en otro no sea una delicatessen, puede ser tan natural, como de hecho lo es el soplar del viento.

VISIONES DEL VIAJERO

Los recuerdos se ven, algunas veces son imágenes borrosas o incorpóreas, pero siempre son figuraciones aderezadas con las especias de los otros sentidos. No todos vemos igual, los hay miopes, astigmáticos, hipermétropes, daltónicos y tuertos. Los ciegos no están incluidos en este grupo, es obvio, no ven con los ojos: utilizan los otros sentidos y ven un mundo diferente al que yo conozco, más pequeño y más profundo. Los que tenemos este obeso sentido, que ocupa la mayor parte de las sensaciones que recordamos, no sólo no vemos igual, tampoco vemos lo mismo cuando miramos; de ahí que insista en la subjetividad de todas mis apreciaciones. Esto que le estoy contando es un juego, un juego que me ha servido para aprender a diferenciar lo que trae cada sentido y también para no dejar que la vista se convierta en el centro de una fiesta, a la que también otros fueron invitados. Pero ahora sólo tenemos ojos para ver y de las visiones hablamos.

Kimpo llama la atención por los trajes militares que le dan cierto aire de cuartel, después en la ciudad o incluso al regresar al aeropuerto, se les olvida, porque la baraúnda de Seúl y de los mercados de Pusan han llenado de imágenes la retina. Corea no es un país para visitar en invierno. Los campos se agostan y las hierbas adquieren un color de paja sucia, las nevadas son frecuentes y el frío cortante – incluso a pleno sol -. La nieve puede incrementar el caos hasta niveles que ni siquiera las teorías más modernas consideran analizables. Y no digamos en su capital, un constante atasco en el que al conductor no le queda más remedio que contar cuántos bloques idénticos – numerados como si pretendieran facilitar el trabajo a los misiles de sus hermanos del norte – faltan para llegar a su destino. Corea es país para las estaciones cálidas. El color sucio se transforma en verde, los árboles florecen y en las fiestas populares las mujeres se visten de arco iris. Durante esos meses Corea es más amable y despierta pasiones más cálidas que las mencionadas hasta ahora.

En Ciudad de México se agradece un día claro, sin contaminación que agrise el horizonte como si de una maldición bíblica se tratara. Lo normal es que en esta ciudad el cielo se olvide pronto y la atención se fije en el abigarramiento que bajo él florece en cualquier sitio. Uno bueno puede ser un cruce de avenidas: mejor que una butaca de patio en el Bellas Artes. Allí podrá aprender más que en un congreso de sociología: los guardias haciendo el egipcio y aceptando unos pesos – no se sabe muy bien por qué causa -; la variada fauna de automóviles recompuestos tantas veces que ya parecen mutantes; la pobreza que aunque en otros lugares será más brutal, llega hasta aquí en forma de niño descalzo que le pide un peso; la lujuria del poderoso conduciendo carros que parecen de otra película más lujosa. En esta ciudad el contraste no admite disculpas, porque es inmenso en diferencias y en números. Sin embargo, en un día claro las sierras y los volcanes que circundan la ciudad llaman a internarse en un país bravo y salvaje, donde todavía se puede morir de sed si no se tiene cantimplora, o llorar de emoción al ver los cerros extendiéndose hasta el horizonte desde una de sus cimas.

El problema de la erudición es la síntesis. Los que viven en un país y gustan conocer sus rincones son una variedad de erudito vagabundo que ha perdido la capacidad para resumir lo que ha visto por sus tierras, seguramente por conocerlas tanto. Por esa incapacidad, ustedes negarían muchos detalles de sus costumbres que al extranjero sorprenden o, en cualquier caso, pasarían sobre ellos de puntillas. Le hablaré sólo de Madrid, ciudad que, creo, conoce. Hay muchas posibilidades de que en lugar destacado, en mi primer viaje, quedara la imagen de la juerga incesante desfilando bajo el balcón de mi habitación durante la noche. Me había alojado en una pensión de la calle Huertas. A las tres de la mañana la gente entraba y salía de los numerosos bares con estruendo; nadie parecía dispuesto a irse a la cama. Pasé la noche observándolo todo desde la barandilla insomne de mi balcón. Madrid es una noche, durante el día es una ciudad incómoda, de la que muchos huyen así termina la jornada. De noche ustedes son una procesión que huye de la soledad de los cuartos y busca compañía en las terrazas, en los bares, o simplemente se pasea pensando lo raros que son los otros. Y, ¡pobres los que intenten dormir¡

En cierta forma Londres es uno de mis lugares de referencia – y siempre que paso un domingo en esta ciudad, intento acercarme a la city. Cruzo Hyde Park y me detengo un momento en una esquina famosa y bien conocida por los turistas: la Speaker´s Corner; pero no me gustan los sitios turísticos y salgo del parque y en contra del fluir de la gente, que cada vez es menos numerosa, entro en el barrio de las finanzas; allí trabaja lo más escogido, lo más entregado, lo más ambicioso y seguramente lo más aburrido de Londres. Los domingos no hay nadie, si no llueve, los ejecutivos arreglan sus jardines, ordenados por alguna ley geométrica, o juegan al cricket en la verde campiña. El domingo la city son edificios dormidos; a pocos londinenses les gusta visitar el lugar, van a trabajar o a comprar acciones, por eso los días festivos las calles del barrio parecen cauces secos. Después, en metro, me dirijo a la estación Victoria con tiempo suficiente para tomarme un sándwich de colores. Algunas tardes, en Windsor, empujo una barca con su pértiga por las mansas aguas del Támesis. Oculto entre las ramas de un sauce que buscan la humedad del río, pienso que aquellas tierras tienen la placidez de los ancianos aburridos de contar su larga historia.

Tokio está surcado de canales: muchos de ellos ocultos. En la vida cotidiana se ven sólo unos pocos, los más están en las traseras de los edificios o bajo las calles. Se puede ir en barco desde Asakusa a los jardines de Hamarikyu – allí, la paciencia resignada del jardinero glosa el alma del Japón – o incluso más allá, a las islas de la bahía. La ciudad muestra sus tobillos a los navegantes de los canales. Hay más tapias grises que muelles ajardinados, porque hasta hace poco sus aguas eran fétidas y malsanas, y a nadie se le hubiera ocurrido abrir ventanas a las alcantarillas. Los jardines de Hamarikyu glosan el alma, y el metro es el purgatorio donde ese alma pena el pecado del desarrollo. Los japoneses pasan más de dos meses al año dentro de un vagón, casi siempre dormidos. En las horas punta, el metro es un hervidero organizado, las multitudes que se encuentran en las estaciones, se dirigen hacia las decenas de andenes, cruzándose en un flujo imparable. Todo cambia en los andenes, las multitudes se aplacan y forman ordenadamente entre líneas amarillas pintadas en el suelo. Parece que la colmena funciona sin represión, fruto de la libertad individual; en Japón las imágenes parecen nítidas y parecen contar cosas sencillas; pero sólo parecen.

La vista es el último de los cinco sentidos en este guión que concibió mi viajero. Es el último y quizá el más poderoso, aunque sus imágenes se vuelvan borrosas, se deformen de tanto recordarlas. No ocurre lo mismo con los otros sentidos, tan sutiles que el recuerdo sólo permite atrapar su esencia, sin apreciar matices.

FINAL

Lo acompañé hasta la boca del metro de Higashi Ginza, estaba intrigado por el contenido de la conversación y por haber sido elegido como interlocutor. La cadena de causalidades suspendida de mi acto de libertad – al fin y al cabo, le había escuchado más de tres horas y había permanecido allí voluntariamente – requería un broche, un cierre que la convirtiera en metáfora. Pero no habló. Se detuvo un momento antes de desaparecer por las escaleras, y se despidió con una inclinación. Recordé, entonces, unas palabras que dijo en algún momento, al final de la conversación. Me parecieron pretenciosas. Después, han vuelto con frecuencia a mi memoria.

“ Las ciudades, los países, no gustan por sus monumentos, ni por sus paisajes o sus gentes. Hay ciudades amigables que empalagan y en otras, donde la risa escasea, se siente el vértigo.

Un pueblo cercano, donde sus habitantes no han olvidado que son parte del bosque, o una ciudad de prodigioso tamaño que no conoce otro horizonte que el perfil de los edificios, pueden ser el nido donde incubar algunos años.

Quizá la esperanza del viajero sea llegar a sentir que el viaje no es indispensable, y que es capaz de percibir el palpitar del mundo desde el lugar donde se encuentra”.

 

para Pedro Díaz del Castillo

Mi amigo B “El muerto”

Una noche de junio de 2009, no sé por qué motivo, quizás el aburrimiento, comencé a poner nombres en Google para ver cuántas veces salían. Mi padre, mis hermanos, amigos…y cuando estaba en esa tarea, tecleé el nombre de mi amigo B, al que a partir de ahora lo llamaré mi amigo B “El Muerto”. Sí, el muerto porque llevaba muerto desde el año 1982.

Y ¿por qué tuve ese impulso absurdo? En el 82 no había Internet, los teléfonos estaban clavados a la pared o en cabinas, era imposible encontrar huellas de ese pasado en la red. Aún así, tecleé su nombre. Serían las diez de una noche cordobesa, es decir calurosa, que se transformaría en una madrugada febril.

Comenzaron a aparecer reseñas con su nombre, pensé que sería el de algún sobrino suyo, tenía diez hermanos y cualquiera sabía cuántos sobrinos tendría. Pero una de las reseñas me heló la sangre – la hipotermia antes de la fiebre explosiva -, decía algo así como “tramoyista, titiritero, actor…” Era una descripción perfecta de lo que B “El Muerto” podría haber llegado a ser.

La última vez que nos vimos fue en Madrid en el 78. Después la vida nos separó. Él vivía en Valladolid, yo me casé, cambié de domicilio, de ciudad y el contacto se fue perdiendo. Nuestra amistad se había cimentado en los largos veranos en Fuenterrabía, nos conocimos con doce años y tuvimos una intensa relación intermitente hasta los veintidós. En Hondarribia nos asilvestrábamos. Teníamos una libertad inimaginable en nuestras ciudades y la aprovechábamos. B “El muerto” era el paradigma de la agilidad, podía dar volteretas en el aire apoyándose en tu hombro, y un animador de fuegos de campamento imaginativo. Contaba historias de miedo, moviéndose alrededor del círculo de amigos, centrado en el fuego, asustando a las chicas más hermosas.

Al leer la reseña de Google, intuí que se refería a él. De hecho, siempre pensé que estaba vivo. En mis daydreaming, imaginaba que B se había hecho espía y cambiado de identidad. Curiosamente, estos delirios me asaltaban cuando estaba de viaje y, especialmente, cuando iba a Alemania, en un aeropuerto, en Marienplatz. Eran tan reales que, incluso, me llevaban a girarme esperando encontrarle en la cinta contigua o comprando un bretzel en un puesto de la plaza muniquesa. Y, aunque no fueron frecuentes, estos sueños fueron persistentes durante veintisiete años. El tiempo que B llevaba muerto.

En 1982 se casó una amiga del grupo de Fuenterrabía. Estábamos todos, sólo faltaba B. Comenté su falta y hubo un extraño silencio que rompió una de mis hermanas, con voz temblorosa, para decirme que B había muerto hacía cuatro años. Me dijo que me lo habían ocultado para que no me afectase. Me largué de la boda más triste que cabreado, pero muy cabreado. Cuando llegué a casa, llamé al teléfono de la casa de los padres de B. Nadie atendió la llamada y no insistí, ¿qué sentido tenía cuatro años después? Aquella noche le escribí un poema, “In memoriam” que publicaría años más tarde en “Diccionario de días”.

IN MEMORIAM

                            A B.

A mi querido amigo muerto,
tan dolorosamente frío.
A mi infancia que al fin se pudre
en la voz que al azar me parte.
A esta desesperada pausa
que es saber que siempre perdemos.

Cuánto me he acordado de ti.
Cuántas veces pensé encontrarte,
simplemente alzando la mano.
Cuánta inocente estupidez.

Como decía, la noche cordobesa se transformó en una febril búsqueda de lo imposible, una foto de alguien muerto hacía 27 años que parecía no estarlo. ¿Lo reconocería? Estuve a punto de abandonar varias veces, pero tenía la certeza de que todos esos daydreamings en aeropuertos o ciudades alemanas tenían una causa. B no estaba muerto.

A las dos de la madrugada encontré la foto. Indudablemente era él, un poco machacado pero inconfundible. Estuve llorando e insultándole en la pantalla un buen rato, hasta que una súbita angustia me hizo reanudar la búsqueda. ¿Y si la foto era de hace dos años y hubiera muerto después? Apenas dormí, a las diez de la mañana siguiente tenía que estar en Jaén, había conseguido los contactos del teatro donde trabajaba y escrito a todos los amigos anunciándoles la resurrección de B. Demasiada excitación.

A las nueve de la mañana llamé al teatro. Increíblemente cogieron el teléfono a esas horas.  Pregunté por él, me dijeron que sí que trabajaba allí pero no podían darme su teléfono. Le conté la historia al que me atendía. Según terminé, me dijo “dame tu teléfono, lo llamo y se lo cuento”. Cinco minutos después sonó mi móvil.

– Hola Rafa

No me salía la voz. Era él. Su voz exacta en mi memoria.

– ¿Hola? – insistió

– Perdona B, es que tú no sabes que estás muerto. Y no me sale la voz.

– No fui yo, fue mi hermano J.

La noticia de la muerte de J llegó a Madrid como la de B. Y durante 27 años un buen grupo de personas creímos que B estaba muerto. Cuántas cosas que imaginamos reales sólo lo son en nuestra imaginación. Asuntos que cambian nuestras vidas y, sin embargo, nunca ocurrieron.

B “El muerto” y yo nos encontramos en Almagro unas semanas después, el 22 de julio de 2009. B hacía de Don Fernando en El caballero de Olmedo. Yo llegué antes a la plaza, como siempre. Al rato apareció B. Vestía como siempre, abrazaba como siempre. La amistad nacida en la infancia es una amistad de sangre, el tiempo no la afecta. Resumiendo, pasamos una tarde catártica en la que nos pusimos al día de nuestras vidas. Después de aquel día han venido muchos otros en los que disfrutamos de una amistad nunca interrumpida. Por cierto, la compañía de teatro de B “El muerto” hacía giras frecuentes por Alemania.