
Editorial: Grupo Cultural Ariadna
Año: 2017
ISBN: 978-84-617-8730-2
Libro electrónico
Soleimán del Sanador es una recopilación de los cuentos que me inventé para mis hijos en los años noventa. Mi hijo Rafael lloraba mucho. Era capaz de cenar llorando, casi sin ruido, con unos lagrimones como uvas. Para distraerlo y hacerle reír, a lo largo de varias cenas, fue naciendo la historia de Llorotón. Un niño que lloraba tanto que hacía reverdecer el desierto con sus lágrimas. Naturalmente mis hijas, Julia y Ana, esperaban su cuento. Así nacieron Fliponcia, la niña que vivía en sus ensoñaciones y Simpleza Séneca, la niña tranquila, demasiado tranquila. Es curioso, cómo maduraron con el tiempo, se convirtieron en tres personas valientes y libres y por eso la dedicatoria del libro va por ellos:
A Julia, Ana y Rafa por escalar las paredes que yo no me atreví.
Diez años después releí los cuentos. Relacioné las historias de mis hijos con los cuatro elementos, Llorotón, el agua, Fliponcia, el viento y Simpleza, la tierra. Me faltaba uno y no fue difícil hallarlo en uno de mis sobrinos. Así nació Violentín, el fuego. En todos ellos el personaje que los salvaba era Soleimán. Un experto en los viajes mentales e infatigable luchador contra el mal. Soleimán necesitaba su historia. Y le inventé una infancia, que finalmente sería la primera parte del libro.
Unos años después, decidí terminar el libro, por fin tenía cierta coherencia, aunque le faltaba un final. Me agarré a lo tradicional, a un malo, pero que no es nadie en particular. Es el mal destilado.
La portada es de Nacho Díaz Miyar. Un día vi el dibujo de Nacho y pensé en que ya tenía portada.
Selección
I
Un niño especial
Córdoba celebraba el Quinto Centenario del Descubrimiento de América con actos de desagravio a musulmanes y judíos. Durante la semana habían actuado grupos israelitas, palestinos, marroquíes y de Tarifa. No me perdí ninguna función, sin embargo la que más me interesaba era la de aquel día, creo que un sábado, estaba dedicada a las músicas del sahel (Zarqa, mi pueblo, está al pie de una colina, en medio de las estepas que llaman sahel, anunciando la proximidad del desierto.)
La música llenaba el teatro de rostros antiguos: toda mi familia fue apareciendo, el abuelo Zaher, mi padre, los ojos inmensamente azules de mi madre; todos alegres como en las fiestas de la Gran Casa, cuando el pueblo de Zarqa se reune para celebrar la llegada de las caravanas. Allí nací un invierno del año de 1888, tres años después de que Muhammad Ahmad – el Mahdi – tomara Jartum y pasara a cuchillo a Gordon Bajá – gobernador británico del Sudán – y a toda su tropa. Había pasado más de un siglo y el recuerdo era tan nítido y real como los músicos del grupo Fatiha que interpretaban con ímpetu una canción tradicional de las riberas del Nilo. Las cuerdas de la tanbura me trajeron los sonidos del viento cargado de arena. Recordé su áspera voz sobre la tienda donde dormía las noches de pastoreo. En una de aquellas noches descubrí algo interesante.
– Soleimán, duérmete ya, que mañana tenemos que salir pronto para Zarqa.
Si mi padre decía pronto significaba que saldríamos antes del amanecer. Cuando el sol apuntara en el horizonte, ya estaríamos cansados de andar.
Me entró el sopor con que viene el sueño, por más que éste no terminara de llegar. Era como si me hubiera quedado en el umbral de una puerta y no pudiera traspasarla. El crepitar de la arena sobre la tienda me llamaba zrann, zrann, zrann. El viento no estaba en el sueño ni fuera de la tienda, entraba por el resquicio de ese sopor, de ese umbral extraño en el que me había quedado. El viento seguía murmurando, sin embargo ahora ya no decía zrann, zrann o, si lo decía, a mi me parecían palabras. Así me di cuenta de que podía entender al viento. Al principio eran palabras sueltas, mucho, mucho, corre, corre; luego frases enteras. Intenté imitar el sonido y hablarle, mas el viento es sordo aunque su voz sea tan profunda como la de los bueyes y tan clara como la de los pájaros de las ciénagas.
Cuando mi padre despertó, me incorporé sin hacer intención de levantarme.
– Padre, hoy no podremos viajar, el viento no parará hasta el anochecer.- Le dije.
– Sí que sopla, pero no tardará en parar – y me zarandeó – ¡Levántate, perezoso! De todas maneras hay que proteger al ganado.
No pudimos emprender el camino. Guiamos a las cabras a una torrentera y las encerramos con una valla que hicimos con ramas y rastrojos; amontonamos arena en la base para asegurarnos que resistiría. Dejamos a Taba, un perro nyam nyam de pelo corto y marrón, al cuidado de las cabras y volvimos a la tienda. El viento no paró hasta el anochecer.
Mis habilidades llamaron la atención de Khider, el Sanador. Le habían llegado rumores y comenzó a observarme. Yo tenía sólo cinco años, era avispado y me fijaba en todo. Entendía a mis cabras mejor que el pastor más viejo del pueblo, sabía cuándo una estaba preñada antes de que su vientre se abultase. Además parecía estar protegido contra los accidentes, los presentía y los evitaba.
Me imagino a Khider, sondeando a mi padre:
Abú, tu hijo Soleimán tiene intuición, habrá que vigilarle, podría ser un buen discípulo. Ya me estoy haciendo viejo y, todavía, no he encontrado quién me suceda.
– Lo guiará su destino – contestaría él, siempre tan parco en palabras.
Khider esperó. Me dejó crecer libre unos años. Cuando cumpliera ocho, estaría preparado. Recordé a los niños elementales, les había dedicado gran parte de mi vida. Los niños de viento, los de agua y fuego y los niños de tierra maduran a los ocho años. Khider esperó también a que yo tuviera ocho años para tomarme como discípulo. Pero yo no era uno de esos niños, tenía muchas de sus habilidades y, con el tiempo, comencé a descubrir otras.
Con mi maestro Khider aprendí muchas cosas divertidas, no tardé en darme cuenta de que además aprendía algo más importante. Mi maestro me enseñaba que había un camino. Aunque la forma en que hablaba me ponía nervioso. Siempre usaba parábolas tontas o eso me parecían, sin embargo, luego, cuando tenía que ejercitar la enseñanza que guardaba el cuento, me salía de forma natural como si lo hubiera ensayado mil veces. Así fui comprendiendo que detrás de los divertidos trucos que aprendía había una intención: los trucos eran los frutos de la palmera, colgaban de sus ramas y éstas nacían de un tronco anciano y esbelto. Esa palmera, no sólo sus frutos, era lo que Khider quería que viera.
– ¿Ves las semillas del mijo? – el maestro me mostraba cuatro semillas tostadas que parecían cuatro verrugas sobre la palma de su mano.
– Ahora no es la siembra – respondí.
– ¿Y tú cómo lo sabes, pollo de abubilla? Hay muchas épocas para la siembra, el mijo es más tarde, tienes razón, sin embargo sus semillas me sirven para otras siembras.
– ¿Para cuáles?
– La semilla del mijo guarda toda la vida de la planta. Está escrita en su materia. Por eso cuando le llega la hora, como a las hembras de los animales, brotan y crecen, formando el tallo y las hojas, la panocha. Todo está escrito en cada semilla, si madurará o se malogrará, cómo será su fruto.
– Pero dijiste otras siembras – insistí.
– Las semillas son como las historias que te cuento, como los libros, guardan el conocimiento que hemos adquirido durante generaciones. Lo guardan para preservarlo y transmitirlo a otros. Entre los que aprovechan ese conocimiento hay dos clases de personas, los que muelen el mijo y aprenden, y gracias a estas enseñanzas pueden vivir mejor, y los que siembran y cuidan la cosecha.
Khider me dijo que unos pocos son capaces de sembrar para muchos y de ellos, sólo los maestros de la época pueden hacer avanzar el conocimiento.
– Yo no sé adónde llegarás tú, lo que sí sé es que eres de los que siembran y cuidan la cosecha.
Así fue cómo me enteré de que era un niño especial. Enterarse no era la palabra justa, desde que escuché al viento sabía que no era como los demás, más acertado sería decir que mi maestro certificaba esa diferencia y le ponía nombre.
Entre lo mucho que aprendí de él estaba poder atravesar el desierto como los camellos. A los del pueblo les parecía el colmo de la magia y la fuerza. Khider reía y decía que era de los trucos más tontos, que era más difícil caminar por Omdurman – la capital del Califato de Sudán -, porque allí con tanta gente uno se perdía a sí mismo. Y fue precisamente en aquella ciudad, gobernada por el califa Abdallah al-Taaishi, donde mi vida cambió por completo.
Comprar
El libro sólo se ha editado en formato electrónico, se puede adquirir pinchando AQUÍ.