La profundidad

a Peter Colwell. My friend, have a safe journey to your star.

Hace quince años que trabajo de conductor de naves planetarias o planechips, como dicen ahora los jóvenes, y nunca me había aburrido tanto como en este largo y último viaje. Desde hace tiempo, me ronda la idea de dejarlo, la profesión se ha degradado, ni siquiera somos pilotos – por supuesto que astronauta es demasiado arcaico -, simplemente somos conductores. Igual que los de los autobuses de La Revolución Tecnológica del siglo XX o los de los carros romanos. No, a aquellos los llamaban aurigas, qué hermosa palabra. Nosotros somos conductores. Realmente es así, las naves son automáticas, las trayectorias predeterminadas, casi está programado cuándo tengo que mear. No llego a comprender por qué habían decidido que cada nave llevase, al menos, un tripulante: el maldito conductor. Pero conductor de ¿qué? Si mi nave, La Suburbana, va completamente a su bola, ni me consulta cuándo pasa a ingravidez, aunque me avisa, no sea que me golpee con el panel de mando o me derrame el vaso de leche en el uniforme. Realmente no somos ni conductores, quizá testigos de cargo.

Cuando mi bisabuelo se hizo astronauta, allá por 2075, sí que eran buenos tiempos. La gente los respetaba, cada año, cada mes, descubrían nuevos horizontes. La colonización de Marte fue apasionante ¡Cuántos se estrellaron o perecieron en estaciones mal protegidas! Allí estaba él, Antonio Romero, llevando material para la construcción de Cydonia Mensae, la hermosa capital del planeta. Luego supimos que en realidad fue una reconstrucción. A la vista de los hallazgos arqueológicos de finales de aquel siglo, estaba claro que Marte había tenido vida inteligente antes de nuestra llegada o, más probablemente, nuestro retorno. Después fue más sencillo, el desarrollo de los campos de fuerza simplificó la defensa de las ciudades de la frecuente caída de meteoritos. Se fundaron Elysium Planitia, Vastitas y Cimmeria. Una vez estuve en Cimmeria, fue igual que viajar al pasado. En el siglo XXII fue el mejor centro de vacaciones del Sistema, la Nueva Las Vegas la llamaban. En su subsuelo se descubrieron grandes cuevas con lagos de agua cristalina y una atmósfera algo más oxigenada. Durante su esplendor, recibía miles de turistas adinerados que buceaban en sus lagos, jugaban en sus casinos y fornicaban en sus hoteles. Había de todo. Aunque, cuando yo estuve allí, ya era un sitio decadente, en parte transformado en Parque de Atracciones Históricas. Ahora los que pueden prefieren Ganímedes o el nuevo cinturón de Mercurio.

Sin embargo, hace veinte años las Agencias Espaciales entraron en bancarrota. Es difícil entender el capitalismo, yo lo único que sé es que si algo que se espera que crezca no crece, se muere por no crecer. Eso es lo que pasó. En el 2325 se publicaron los trabajos de Molenaar. El célebre Doble Cerrojo de Molenaar. El matemático y astrofísico venía a decir que el ser humano nunca podría viajar a más de 1/10 de la velocidad de la luz, incluso opinaba que esa cifra estaba lejos de lo que un ser humano normal pueda soportar, y que los agujeros de gusano son posibles pero inestables. Esa verdad caló en la gente. A los pocos días se empezó a extender una desilusión sin palabras entre los tripulantes. El tal Molenaar condenaba a los hombres a permanecer en su Sistema Solar. Era prácticamente imposible llegar en el lapso de una existencia a ninguna estrella que pudiera albergar vida, se debería viajar durante varias generaciones para lograr un contacto con un sistema estelar habitable. Nuestra esperanza de descubrir nuevas fronteras se había terminado. Lograríamos habitar todas las rocas del Sistema Solar, incluso crear estaciones gigantes como planetas o el Cinturón de Mercurio, pero nada de pasear fuera de la órbita de Plutón. ¿Para qué?

Las bolsas lo detectaron un poco más tarde y la reacción fue fulminante. Si no podíamos llegar más lejos, con lo que sabíamos nos bastaba y no era necesario invertir en más investigación espacial. Mejor dedicar los recursos a cosas más “terrenas”. Las Agencias Espaciales se arruinaron y las Inmobiliarias hicieron tres años históricos. Se levantaron inmensas fortunas vendiendo parcelas en Venus o en Titán. Desde entonces, hemos perdido hasta el nombre: conductores, tiene narices. El caso es que me decidí. He comprado una parcela en La Tierra, en un lugar muy hermoso llamado Asturias. De allí era mi bisabuelo Antonio, digamos que vuelvo a mis raíces. Al fin me liberaré de la triste sensación del Universo. Desde las ventanas de La Suburbana, el firmamento está lleno de estrellas y galaxias que nunca visitaremos. Es un universo cruel que nos dejaba ver su hermosura, pero nunca alcanzarla. El maldito Molenaar había transformado la emoción que la visión de las estrellas me producía, ahora tenía la sensación de ver una proyección de cine antiguo, en dos dimensiones, puesto que era evidente que nos había robado la profundidad.

Yo no me fui

Este cuento lo escribí hace 14 o 15 años. En el valle de Ardisana conocí a sus protagonistas. José Luis murió al poco tiempo. Andaba por los 75 y yo rondaba los 45. Durante dos periodos estivales me rompió las piernas siguiéndole por el monte, siempre llegaba un poco antes que yo a la cima, un tiempo calculado y conseguido a base de paradas para recuperar el aliento, que no eran más que para no distanciarse demasiado de mí. Dos años en los que no supe que un cáncer de estómago le estaba matando. Su espíritu seguirá subiendo ligero para ver amanecer desde cualquier nube pero yo no lo seguiré. Aún no.

 

YO NO ME FUI

 

Todas las mañanas recontaba sus ovejas. La rectoría, la iglesia, y el cementerio eran todo el paisaje urbano de aquel valle verde o gris, según de donde viniera el viento. Las casas más cercanas quedaban ocultas por la pendiente que descendía desde ese lugar de rezos y adioses.

En una de ellas vivía Florentino. Durante el invierno sólo veía a uno de sus hermanos y a su mujer y, de tanto conocerse, apenas intercambiaban palabras para comunicarse. Cuando alguna familia alquilaba la casa del cura, concebía cualquier estratagema para hablar con ellos. Se acercaba a la casa, doblado por un peso invisible, pero con pasos ágiles. Se detenía frente a la puerta y, si no veía a nadie afuera, remoloneaba unos instantes, por si acaso, antes de dirigirse al prado. La frecuencia de las visitas delataba que las ovejas eran una disculpa para intercambiar unas palabras con los nuevos veraneantes, al principio midiendo el terreno, evaluando quién había venido esta vez. “Como se parezcan a los de hace tres veranos, les mando a paseo” pensaba Florentino, recordando a otra familia; el padre era un auténtico estirado. A los dos días de llegar, le había advertido que si alguna oveja mordía a sus hijos, tendría problemas. Eso sí, el perro del estirado, un diablo negro de los que salen en las películas de nazis, corría sin control asustando a su ganado, que aquel verano, debido a tanto sobresalto, apenas dio leche. “No le va a durar mucho ese chucho” sentenció Florentino durante una cena. Y así fue, dos días después de que se fueran, José María, el cura, le contó que el estirado había llamado preguntando si en la rectoría guardaba matarratas o algún otro veneno, que no sabía qué le pasaba al perro, que estaba paralítico y que lo tendrían que sacrificar. Florentino sonrió; el cura no tenía veneno en la casa, además aquello no era matarratas, él sabía que eran mejor los hongos que crecían bajo los castaños, tras la tapia del cementerio.

Esa mala experiencia no cambió su curiosidad ni su necesidad de conocer a los que venían cada verano. Si no podía encontrarlos a la primera, seguía intentándolo, hasta que finalmente se topaba con algún miembro de la familia. En realidad, no le costaba demasiado, les presentía. Incluso cuando desilusionado, por no hallar a nadie en el jardín, continuaba su camino, podía oler, de espaldas y a distancia, que alguno de ellos estaba a punto de abrir la puerta y salir a saludar la mañana. Entonces, se volvía distraídamente, con una sonrisa de alivio que le traicionaba.

A la familia de Nicolás, el nuevo inquilino, la conoció nada más llegaron al pueblo. Lo primero que hicieron fue parar en casa de Florentino para saludarles. Aquello casi emocionó al granjero. “Vaya, estos son normales, casi como de aquí” se dijo.

Una mañana de martes, Florentino se acercó a la rectoría. Llevaba despierto muchas horas esperando a que se levantaran sus nuevos vecinos. Se encontró a Nicolás fumando y mirando las colinas que cierran el valle.

–    Buenos días, Florentino – le saludó Nicolás.

–    ¿Qué hay? – respondió el granjero – Hoy a la playa, viene seco y no lloverá hasta el jueves.

La climatología es materia de culto en esas tierras, donde de mañana brilla un sol espléndido y por la tarde pueden caer chuzos de punta. La conversación siguió por derroteros medioambientales.

–    ¿Aquí nieva en invierno? – le preguntó el veraneante.

–    No, bueno antes sí, ahora se va en un día. Recuerdo un invierno, al final de la guerra. Entonces si que pasamos frío. Nos refugiábamos en la cueva del Regato por los bombardeos.

Florentino recordó aquellos días que, ahora, le parecían tan lejanos. La guerra le pilló con diez años y su infancia eran recuerdos de grutas llenas de colchones, de bombas lejanas, de historias de soldados caídos, pero también de juegos. En el campo se puede sobrellevar una guerra, los huertos siguen siendo generosos y, si el frente no pasa por sus lindes, la comida no falta. Pero los juguetes eran otra cosa. Las fábricas de juguetes hacían balas o botiquines y, además, no había dinero con que pagarlos. Florentino no sentía que su niñez se hubiera perdido, en realidad creía que había sido mucho más rica que la de sus nietos. Recordaba al Cerillo cuando trajo un cargador de un máuser: fue el rey durante semanas. Y también cuando jugando a explotar las balas con un clavo, el Cerillo perdió tres dedos de una mano.

El verano pasaba perezosamente, como un río ancho y caudaloso cercano a su desembocadura. Florentino tenía especial interés en que Nicolás probase su sidra. Una tarde que volvía de los prados, paró en la rectoría.

–    Nicolás ¿Hace una sidra?, mejor que la de mi casa pocas hay –

Nicolás acepto con gusto. Caminaron juntos a buen paso, Nicolás pensaba que no había tanta urgencia, pero a Florentino le rejuvenecía forzar el paso de hombres más jóvenes que él. Cuando llegaron, no encontraron a nadie en la casa

– Mi mujer habrá bajado a Posadas, a recoger al nieto – dijo Florentino desde la cocina, donde buscaba un sacacorchos.

La casa no era un palacio, pero era única. Se parecía a todas las del valle, como se parecen los hombres entre sí, pero como ellos, aquella casa tenía personalidad propia. Se había construido durante cuarenta años, la puerta de roble se había restaurado hacía dos años y el tilo, que también formaba parte de la casa, como las flores, el granero o el lagar, hacía veinte que lo había encontrado en la parte alta del valle, y lo había trasplantado allí.

–    Antes había mucha gente, cada uno vivía de su tierra, y las familias eran numerosas – decía con nostalgia- después, se fueron yendo.

–    ¿Y adonde fueron? – preguntó el veraneante.

–    Pues a Alemania y a Bélgica, aunque mi hermano se fue a México. Se fueron todos, les ofrecían mucho dinero, bueno, para aquel entonces, – sirvió el primer vaso de sidra y continuó- nos quedamos el cura y cuatro gatos.

Se sentía orgulloso de su sidra, hacía mil botellas cada dos años, que guardaba bajo llave en la casita de piedra que hacía de lagar.

–    A ver cómo está; ayer abrí una y no salió mala- dijo expectante.

A Nicolás, la sidra le pareció excelente y así se lo dijo, sabía que su opinión más que calificar a la bebida, le calificaba a él mismo ante los ojos de su anfitrión. Tuvo suerte, la sidra había salido buena, no demasiado dulce, quizá un poco ácida, pero dentro de los cánones de Florentino.

Pasó las pequeñas pruebas que le ponía el granjero en sus encuentros, cada vez más frecuentes, sin mayores problemas, quizá ilustrado por la suerte, dijo lo que tenía que decir en el momento apropiado. Sólo una vez “bajó los escalones rodando”.

–    ¿Y ese palo? – preguntó aquel día con cierta sorna Florentino.

–    Lo compré en Arenas de Cabrales, el mío se cayó por un barranco del Neverón.

–    ¡Mira que venir a Asturias a comprar palos! ¡Con los que hay en el monte! – y se alejó riendo unos metros, después se detuvo y se volvió para clavar un poco más el dardo – ¿Y cuanto le han pedido?

–    Tres euros – mintió Nicolás

–    ¡Quinientas pesetas! – exageró Florentino el gesto y se fue rezongando.

Cuando Nicolás regresó por la tarde, había una vara de avellano, recta como una columna, recién descortezada, apoyada en la pared, en un lugar visible pero que no molestaba al paso. La cogió y, después de admirarla unos instantes, se dirigió por el prado en busca del granjero. Al final del camino, la pendiente era más suave; allí el bosque de olmos y castaños ocultaba la entrada a un pequeño valle, donde se recogían las ovejas por la noche. Florentino estaba segando la hierba, “hay que quitarla cuando amarillea, para que crezca yerba nueva” decía.  Nicolás avanzó simulando que paseaba hacia las invernales que había más arriba.

–   ¿Adónde vamos? – le saludó el granjero.

–    Ya ve, con este palo que me he encontrado llegaré arriba en un momento.

Florentino rió de buena gana, dijo que así debía ser, que cada uno debía hacer por sí mismo todo lo que pudiera, que para qué tanto mecanismo si se dejaban de usar las manos.

–    Yo tengo setenta y cinco, y sigo subiéndome al tractor, segando y lo que me echen. Mi padre se jubiló a los sesenta y cinco. Se sentó en la cocina mirando lo que hacía mi madre. Después dejó de mirar y se murió. – Y apostilló – Si te paras te acabas.

–    La verdad que este sitio es bonito y dan ganas de quedarse – murmuró Nicolás; se sentía un apátrida, extraño en la ciudad y forastero en el campo.

–    ¡Bueno, bueno! Tampoco es oro todo lo que reluce. – Florentino no tenía mal oído y, además, le molestaban ciertos lamentos. Prosiguió, mirándole con una sonrisa angelical- esto es duro, ustedes los de ciudad no están hechos para segar y estar solos, han visto demasiado. No, no aguantarían ni un mes.

Le contó que en invierno cuando tenía ganas de hablar, se subía al Pico y miraba el valle en silencio. Entonces se daba cuenta de la cantidad de ruidos que había y se le iban las ganas de hablar escuchando. Cuando era más joven bajaba al bar, allí siempre encontraba a alguien para echar una partida, o si no, se camelaba a Rosa, la hija del sidrero que, a veces, consentía en abrir el lagar. Ahora, Rosa vivía en Amberes y sus nietos apenas hablaban español. “Cosas del tiempo, a los viejos nos parece que todo va a peor y no es más que el tiempo que pasa”.

A lo largo de esos días, Nicolás también contó su vida a Florentino: los viajes, las ciudades lejanas y sus hombres. Cuando le hablaba de las aldeas de Sudáfrica o del metro de Nueva York, el granjero hacía gestos de admiración, aunque en sus ojos hubiera indiferencia.

–    Una vez vi un bosquimano – le contaba otra tarde de sidra el veraneante.

–    ¿Y qué es un bosquimano? – le interrumpió el granjero.

–    Como un pigmeo, son negros y muy pequeños, apenas levantan un metro. –

–    Ya, ya, los he visto en la tele. En una película en que no sé qué pasaba con una botella de Coca-cola. –

–    Sé que película dice, pero yo no los vi en la sabana, era un cartero de Ciudad del Cabo y estaba entregando la correspondencia en la recepción de un hotel. Florentino, ya casi no queda gente que viva como en las películas.

–    Quiere decir, que vivan como siempre han vivido ¿verdad? – y continuó – Yo siento esa sensación aquí. Incluso los que nos hemos quedado, ya no vivimos como hacían nuestros padres ni como la hacen en la capital. Somos los últimos.

Siguió reflexionando en voz alta, Nicolás no le interrumpió. Las facciones de Florentino ya no simulaban admiración, sino melancolía.  Sus palabras describían la situación del valle, que no era diferente la de muchos otros en Asturias o en la meseta, los jóvenes se habían ido a la ciudad y sólo venían en vacaciones. El campo se trabajaba cada vez menos.

–    Si hasta el Gobierno parece que quiere que nos vayamos – se quejó y añadió. – Aunque no hay mal que por bien no venga: los venados se acercan más a la casa; saben que nadie les va a molestar.

Sus palabras se interrumpieron con la llegada de un inmenso BMW, que aparcó en el camino de la casa. La matrícula era turística. Descendió un hombre de unos sesenta años; Nicolás imaginó que era belga, pero su sorpresa fue grande cuando Florentino le dijo,

–    Nicolás, éste es mi hermano Gerardo

Una vez acabadas las presentaciones, comentado el balance climatológico de esos días, el veraneante se retiró. Mientras caminaba por la carretera, ayudándose en la vara de avellano, iba pensando en el hombre del BMW, “este debe ser el mexicano, parece que le fue bien allí”. Se le hacía difícil creer que fueran hermanos. El “belga” era como cualquier hombre de negocios y en su gesto no quedaba nada que recordase al valle que lo había visto nacer.

A la mañana siguiente, salió muy pronto a pasear. Quería ver amanecer desde el Pico, escuchar el silencio de Florentino. El paseo no era largo, había que subir trescientos metros, y merecía la pena. En los días claros se tenía una vista grandiosa de la costa y de la Sierra de Cuera desde su cima. Y aquella mañana era perfecta. Llegó justo a tiempo. Se sentó sobre la hierba que acolchaba la suave pendiente. No se veía muy bien, la luz del amanecer o la del atardecer son las luces más oscuras, porque difuminan los contornos de los objetos hasta disfrazarlos con el fondo gris. Por eso no le vio.

–    Si yo fuera un lobo, usted estaría  perdido – susurro el granjero, dándole un susto de muerte.

–    ¡Florentino! Casi me da un infarto – exclamó Nicolás.

–    Lo siento, pero venía tan ensimismado que no sabía cómo hacerme notar.

–    ¿Le gusta el amanecer? – preguntó más calmado el recién llegado.

–    Sí, si que me gusta, pero he subido buscando a una oveja que ayer noche no encontré. Estaba para parir y puede que se haya escondido al sentir que le tocaba.

–    A mi me sobrecoge. No creo que el hombre haya inventado nada tan bonito como un buen amanecer.

–    Puede, pero para el caso que le hacen. La gente prefiere la noche, la fiesta.

Bajaron juntos, una nube de última hora estropeó un poco el espectáculo, pero el resultado siguió siendo grandioso. De camino, Nicolás le preguntó algo que le había estado rondando la cabeza desde la tarde anterior. Era una curiosidad un tanto indiscreta, pues su relación aunque buena era muy reciente.

–    ¡Vaya coche que tiene su hermano!- comenzó el veraneante.

–    ¿El BMW? – se preguntó Florentino – Sí claro, con el que vino ayer.

–    No le fue mal en México, por lo que se ve.- Insistió

–    Ganó mucho, tuvo una cadena de hoteles. Incluso abrió dos en Madrid. – le explicó Florentino. – Después, cuando perdió a su hijo lo vendió todo. Ahora está retirado. Vive en Madrid.

Le contó el accidente de su sobrino y cómo su hermano había perdido el interés por el negocio. Parecía que, por fin, estaba recuperando el ánimo.

–    Se pasa el día jugando al golf. Vive como un obispo. – en las palabras del granjero no había la más mínima envidia, eran una simple descripción.

–    Florentino, ¿por qué no se fue a México con su hermano? Aquí la vida es dura y él le podía echar una mano. – La pregunta ya estaba hecha, la impertinencia que le preocupaba no inmutó al granjero.

–    Lo intentó algunas veces, me decía que trabajando, allí, uno se hacía rico en dos días- Florentino sonreía mientras hablaba, – pero no pudieron llevarme.

–    ¿Y eso?

Entonces bajó la cara, parecía un niño que va a confesar una pequeña falta, pero que al ser la primera, le parece mayor que el pecado original. Su rostro pudo haberse sonrojado al responder, en un susurro al principio, pero luego de forma clara, y ya levantando la mirada,

– Nicolás, es que yo… aquí soy feliz.