Mi amigo B “El muerto”

Una noche de junio de 2009, no sé por qué motivo, quizás el aburrimiento, comencé a poner nombres en Google para ver cuántas veces salían. Mi padre, mis hermanos, amigos…y cuando estaba en esa tarea, tecleé el nombre de mi amigo B, al que a partir de ahora lo llamaré mi amigo B “El Muerto”. Sí, el muerto porque llevaba muerto desde el año 1982.

Y ¿por qué tuve ese impulso absurdo? En el 82 no había Internet, los teléfonos estaban clavados a la pared o en cabinas, era imposible encontrar huellas de ese pasado en la red. Aún así, tecleé su nombre. Serían las diez de una noche cordobesa, es decir calurosa, que se transformaría en una madrugada febril.

Comenzaron a aparecer reseñas con su nombre, pensé que sería el de algún sobrino suyo, tenía diez hermanos y cualquiera sabía cuántos sobrinos tendría. Pero una de las reseñas me heló la sangre – la hipotermia antes de la fiebre explosiva -, decía algo así como “tramoyista, titiritero, actor…” Era una descripción perfecta de lo que B “El Muerto” podría haber llegado a ser.

La última vez que nos vimos fue en Madrid en el 78. Después la vida nos separó. Él vivía en Valladolid, yo me casé, cambié de domicilio, de ciudad y el contacto se fue perdiendo. Nuestra amistad se había cimentado en los largos veranos en Fuenterrabía, nos conocimos con doce años y tuvimos una intensa relación intermitente hasta los veintidós. En Hondarribia nos asilvestrábamos. Teníamos una libertad inimaginable en nuestras ciudades y la aprovechábamos. B “El muerto” era el paradigma de la agilidad, podía dar volteretas en el aire apoyándose en tu hombro, y un animador de fuegos de campamento imaginativo. Contaba historias de miedo, moviéndose alrededor del círculo de amigos, centrado en el fuego, asustando a las chicas más hermosas.

Al leer la reseña de Google, intuí que se refería a él. De hecho, siempre pensé que estaba vivo. En mis daydreaming, imaginaba que B se había hecho espía y cambiado de identidad. Curiosamente, estos delirios me asaltaban cuando estaba de viaje y, especialmente, cuando iba a Alemania, en un aeropuerto, en Marienplatz. Eran tan reales que, incluso, me llevaban a girarme esperando encontrarle en la cinta contigua o comprando un bretzel en un puesto de la plaza muniquesa. Y, aunque no fueron frecuentes, estos sueños fueron persistentes durante veintisiete años. El tiempo que B llevaba muerto.

En 1982 se casó una amiga del grupo de Fuenterrabía. Estábamos todos, sólo faltaba B. Comenté su falta y hubo un extraño silencio que rompió una de mis hermanas, con voz temblorosa, para decirme que B había muerto hacía cuatro años. Me dijo que me lo habían ocultado para que no me afectase. Me largué de la boda más triste que cabreado, pero muy cabreado. Cuando llegué a casa, llamé al teléfono de la casa de los padres de B. Nadie atendió la llamada y no insistí, ¿qué sentido tenía cuatro años después? Aquella noche le escribí un poema, “In memoriam” que publicaría años más tarde en “Diccionario de días”.

IN MEMORIAM

                            A B.

A mi querido amigo muerto,
tan dolorosamente frío.
A mi infancia que al fin se pudre
en la voz que al azar me parte.
A esta desesperada pausa
que es saber que siempre perdemos.

Cuánto me he acordado de ti.
Cuántas veces pensé encontrarte,
simplemente alzando la mano.
Cuánta inocente estupidez.

Como decía, la noche cordobesa se transformó en una febril búsqueda de lo imposible, una foto de alguien muerto hacía 27 años que parecía no estarlo. ¿Lo reconocería? Estuve a punto de abandonar varias veces, pero tenía la certeza de que todos esos daydreamings en aeropuertos o ciudades alemanas tenían una causa. B no estaba muerto.

A las dos de la madrugada encontré la foto. Indudablemente era él, un poco machacado pero inconfundible. Estuve llorando e insultándole en la pantalla un buen rato, hasta que una súbita angustia me hizo reanudar la búsqueda. ¿Y si la foto era de hace dos años y hubiera muerto después? Apenas dormí, a las diez de la mañana siguiente tenía que estar en Jaén, había conseguido los contactos del teatro donde trabajaba y escrito a todos los amigos anunciándoles la resurrección de B. Demasiada excitación.

A las nueve de la mañana llamé al teatro. Increíblemente cogieron el teléfono a esas horas.  Pregunté por él, me dijeron que sí que trabajaba allí pero no podían darme su teléfono. Le conté la historia al que me atendía. Según terminé, me dijo “dame tu teléfono, lo llamo y se lo cuento”. Cinco minutos después sonó mi móvil.

– Hola Rafa

No me salía la voz. Era él. Su voz exacta en mi memoria.

– ¿Hola? – insistió

– Perdona B, es que tú no sabes que estás muerto. Y no me sale la voz.

– No fui yo, fue mi hermano J.

La noticia de la muerte de J llegó a Madrid como la de B. Y durante 27 años un buen grupo de personas creímos que B estaba muerto. Cuántas cosas que imaginamos reales sólo lo son en nuestra imaginación. Asuntos que cambian nuestras vidas y, sin embargo, nunca ocurrieron.

B “El muerto” y yo nos encontramos en Almagro unas semanas después, el 22 de julio de 2009. B hacía de Don Fernando en El caballero de Olmedo. Yo llegué antes a la plaza, como siempre. Al rato apareció B. Vestía como siempre, abrazaba como siempre. La amistad nacida en la infancia es una amistad de sangre, el tiempo no la afecta. Resumiendo, pasamos una tarde catártica en la que nos pusimos al día de nuestras vidas. Después de aquel día han venido muchos otros en los que disfrutamos de una amistad nunca interrumpida. Por cierto, la compañía de teatro de B “El muerto” hacía giras frecuentes por Alemania.

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