EL viajante y sus viajes (2)

UN INGENUO EN LAS FAVELAS

A Antonio Polo

I

En las favelas somos culpables de ignorancia,
porque es delito si produce intenso dolor.
Allí mayor que el miedo es la vergüenza,
para aquel que se pierde de forma accidental.

Y es igual la vergüenza
a la larga distancia que entre amar y dar amor existe.
Y es igual a la víctima su miedo,
a las vírgenes: peldaños de obsidiana;
a nosotros: bala, soga o cuchillo.

Detrás de aquellos cerros
sólo hay desolación
y esta vergüenza que nos cubre
como la hiedra, la culpa o la lanza,
es la última patera para cruzar el estrecho

y contar cómo se unen los ladrillos con miseria.
A ver si se levantan un millón de líderes
con la luz en los ojos y la fuerza en las manos,
a ver si se levantan de una vez las favelas
y sus gentes se bajan a los valles
y recogen lo que es suyo, lo nuestro,
lo que es de todos.

II

Escuché a mi vergüenza en sus cánticos nocturnos
y también en cavernas de sal
y en los bosques domados
y en la tristeza que envuelve a La Tierra
o en su belleza forzada.

(A los dioses terribles adoramos
y escribimos la historia del estupro.
¿No pudimos seguir otras derrotas?

Si allí estaba la madre,
le manaba la leche de sus pechos,
del izquierdo los bosques y los campos,
del derecho los cielos y sus nubes).

Edipo que asesina y se asesina,
para sentir vergüenza
para seguir matando.

III

¿Nacerá la razón de la vergüenza?
¿Nacerá el bien de tanto mal?
¿Volveremos la espalda
a un paraíso después del sufrimiento,
para permanecer libres en esta tierra generosa?

¿No habría entonces un solo clamor?
El del grito de sal,
el del volcán que anuncia,
el del bosque que asiente.

Porque ha llegado el tiempo
de que escuchen y entiendan,
de quebrar el timón,
de aprender a volar,
de aventar con las alas
tantísima miseria.

SNAKE ALLEY

a José García

En el mercado de Huahsi,
donde las serpientes cuelgan desangrándose en los mostradores,
bajo el naranjo que asombra el refugio del Urriello,
en las escaleras mecánicas de una gran estación,
frente a la cancela de la casa
donde alguien compone al piano conciertos para cuerda,
en mi despacho lleno de recuerdos prestados,
en esos lugares, cuando cierro los ojos,
estoy solo y presiento que algo me traspasa.
Mas si vuelvo a abrirlos, me lleno de tumulto,
de otros que se parecen a mí cuando cierran sus ojos,
porque también están solos como umbrales de lluvia.

¿A quién se parece esa presencia que intuyo?
¿A un padre o una madre que yacen solitarios?
¿ a un vacío que tuviéramos que llenar entre todos?
¿ a un sentimiento que nos llama de vuelta a un lugar que no es sitio,
a un tiempo que no es suceder?

Hay ritos que rasgan los velos de los dormitorios,
nos hacen soñar lo que sueña la piedra, el agua,
el heno, la luz anciana de una explosión estelar;
hay dogmas que usan los velos de lienzo,
pintan espesos paisajes que nos ciegan y confortan;
hay ciencias desvalidas cuando intentan rasgarlos,
porque no tienen uñas para arañar profundo,
cortando la tela y la pared.

Yo sigo parpadeando, desde la entrega al rechazo,
sin sentirme igual a otro, jugando a enemigo de una presencia,
sin elegir el rito, rehuyendo el dogma,
exilado de la cueva donde dibujan cacerías.
Lo hago por inercia – ni siquiera como un pájaro migratorio-
como un cuerpo que se precipita.
Y es posible que todo fuera más sencillo
si aceptase que también soy el otro y lo inexplicable,
la casa donde alguien compone,
la serpiente que cuelga desangrándose.

EL VIAJERO RECOGE UN LAZO DE PAPEL ATADO EN LA RAMA DE UN CIRUELO A LAS PUERTAS DEL TEMPLO DE KAMAKURA, Y AL ABRIRLO, CON SORPRESA, SE ENCUENTRA UN MANTRA EN PORTUGUÉS Y LO HACE SUYO.

Hoy he comido perro.
¡ Ay pobre perro!

  • Estaba bueno el pobre perro -.

Ahora mi alma será devorada
en su camino al cielo.

UNA MAÑANA EN EL MERCADO

Rojos labios sobre el hielo, luces al día robadas, los símbolos del calígrafo enloquecido en el aliento de las palabras.

Verberan los asentadores un rap, cobre y poliuretano. Se alejan dos marinos abrazados por los laberintos del agua.

Mar trasvinado de los muelles a esta madrugada sedienta, antes del sushi, antes de ti.

CORTESANAS

Tiene sonrisa de cerezo en flor,
ojos de otoño,
manos que habitan
un love-motel de pieles apenadas,
corazón de armadillo
sobre el asfalto.

Está cansada Mama San y no lo sabe.

Está cansada y le urge su destino,
y entre tanto se alienta
con la risa de Nara y de Katsura,
y a Nara y a Katsura
se les secan los ojos
en el rio-kan y su piel apenada.

Una recibirá el hielo y la noche,
otra la seda y la flor del cerezo,
las manos de alquiler
que atienden a Sin-Ichi,
y un corazón como un armadillo angustiado.

NIKKO

tu pecho nieva sobre
el fû-tô donde
el valle se reúne y
rompe el silencio

GINZA TOKYU HOTEL

Nada que hablar cuando la lengua pesa sobre el pecho:
es el cansancio, y a él me rindo sin condiciones;
vuelvo al hotel, pido la llave de ese cuarto
que siempre tiene un número distinto,
cárcel inmensa y dulce, soledad y distancia.
Tan grande como Tokio y su bahía,
o las innumerables dimensiones de los sueños,
con carreteras superpuestas, templos consagrados al sinto,
pero también con refugiados niños y niños que asesinan,
y los cerezos que ya no florecen en Marzo.

Afuera, anegaban los trajes grises la estación de Shinyuku.
Entre esos miles encontré una cara conocida, sin nombre,
quizá fue mi reflejo, pero estábamos tantos y éramos tan parecidos.
Entonces fue cuando corrí a buscar un taxi,
“Konichua, Ginza Tokyu Hoteru, dozo”, agotado y sin mí.

Y en el jardín de Hama-rikyu, bajo las torturadas ramas
de un pino negro se cobijan doce generaciones de jardineros,
y mi asombro, que olvidó resguardarse en mis ojos.
Salí de allí siguiendo a la manada: gente amable de caminar ordenado,
que me arrastró inconsciente por calles sin aceras, por rincones sombríos,
hasta el lugar donde reposo tanta belleza.

Nada que hablar cuando la lengua pesa sobre el pecho,
vuelvo a la dulce cárcel, siempre cálida,
con los retazos del día enganchados en mi traje,
y me refugio decidido a no compartir,
y me refugio decidido a no abrir a un ángel azul.

TERMINAL ONE

Entre las blancas sedas de mujer
se acomodan los negros sacos de hombre,
como encajes que cubren un diván,
que extraviado florece en esta playa,
llamada Singapore Terminal One.

Su presencia, – en la sala de los sueños
a deshora, del tránsito y del viaje,
de la gente que espera una llamada,
y pasa sin dejar huella, recuerdo,
o sombra, en Singapore Terminal One –

ha traído el ecuador exuberante,
y el sabor compartido de ese fruto
que es sexo de mujer, carne de piña.

Y el ruido de los muelles carcomidos,
lejos de Singapore Terminal One.

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