Si supiera con certeza que las lágrimas producen milagros,
lloraría como lluvia monzónica hasta cubrir de líquenes mi piel
y ser roca verdecida que es apetecible al hambre
y seguiría llorando hasta erosionar la roca, deshaciéndola
en la arena que se reúne en los márgenes un momento antes de partir,
viajera que, sin urgencia, un día alcanzará la costa
y sembrará de sombrillas las playas, y más allá
caerá como fértil lluvia sobre el fondo de un sediento océano,
cicatrizando las grietas del mundo.
Si así fuera,
lloraría un diluvio inagotable, pues no quedaría más que llorar,
sin pena, fluir para que esa roca que pesa en mi pecho
viaje al mar o a las entrañas del planeta, fertilice,
porque sus átomos no son estériles.