Yo no me fui

Este cuento lo escribí hace 14 o 15 años. En el valle de Ardisana conocí a sus protagonistas. José Luis murió al poco tiempo. Andaba por los 75 y yo rondaba los 45. Durante dos periodos estivales me rompió las piernas siguiéndole por el monte, siempre llegaba un poco antes que yo a la cima, un tiempo calculado y conseguido a base de paradas para recuperar el aliento, que no eran más que para no distanciarse demasiado de mí. Dos años en los que no supe que un cáncer de estómago le estaba matando. Su espíritu seguirá subiendo ligero para ver amanecer desde cualquier nube pero yo no lo seguiré. Aún no.

 

YO NO ME FUI

 

Todas las mañanas recontaba sus ovejas. La rectoría, la iglesia, y el cementerio eran todo el paisaje urbano de aquel valle verde o gris, según de donde viniera el viento. Las casas más cercanas quedaban ocultas por la pendiente que descendía desde ese lugar de rezos y adioses.

En una de ellas vivía Florentino. Durante el invierno sólo veía a uno de sus hermanos y a su mujer y, de tanto conocerse, apenas intercambiaban palabras para comunicarse. Cuando alguna familia alquilaba la casa del cura, concebía cualquier estratagema para hablar con ellos. Se acercaba a la casa, doblado por un peso invisible, pero con pasos ágiles. Se detenía frente a la puerta y, si no veía a nadie afuera, remoloneaba unos instantes, por si acaso, antes de dirigirse al prado. La frecuencia de las visitas delataba que las ovejas eran una disculpa para intercambiar unas palabras con los nuevos veraneantes, al principio midiendo el terreno, evaluando quién había venido esta vez. “Como se parezcan a los de hace tres veranos, les mando a paseo” pensaba Florentino, recordando a otra familia; el padre era un auténtico estirado. A los dos días de llegar, le había advertido que si alguna oveja mordía a sus hijos, tendría problemas. Eso sí, el perro del estirado, un diablo negro de los que salen en las películas de nazis, corría sin control asustando a su ganado, que aquel verano, debido a tanto sobresalto, apenas dio leche. “No le va a durar mucho ese chucho” sentenció Florentino durante una cena. Y así fue, dos días después de que se fueran, José María, el cura, le contó que el estirado había llamado preguntando si en la rectoría guardaba matarratas o algún otro veneno, que no sabía qué le pasaba al perro, que estaba paralítico y que lo tendrían que sacrificar. Florentino sonrió; el cura no tenía veneno en la casa, además aquello no era matarratas, él sabía que eran mejor los hongos que crecían bajo los castaños, tras la tapia del cementerio.

Esa mala experiencia no cambió su curiosidad ni su necesidad de conocer a los que venían cada verano. Si no podía encontrarlos a la primera, seguía intentándolo, hasta que finalmente se topaba con algún miembro de la familia. En realidad, no le costaba demasiado, les presentía. Incluso cuando desilusionado, por no hallar a nadie en el jardín, continuaba su camino, podía oler, de espaldas y a distancia, que alguno de ellos estaba a punto de abrir la puerta y salir a saludar la mañana. Entonces, se volvía distraídamente, con una sonrisa de alivio que le traicionaba.

A la familia de Nicolás, el nuevo inquilino, la conoció nada más llegaron al pueblo. Lo primero que hicieron fue parar en casa de Florentino para saludarles. Aquello casi emocionó al granjero. “Vaya, estos son normales, casi como de aquí” se dijo.

Una mañana de martes, Florentino se acercó a la rectoría. Llevaba despierto muchas horas esperando a que se levantaran sus nuevos vecinos. Se encontró a Nicolás fumando y mirando las colinas que cierran el valle.

–    Buenos días, Florentino – le saludó Nicolás.

–    ¿Qué hay? – respondió el granjero – Hoy a la playa, viene seco y no lloverá hasta el jueves.

La climatología es materia de culto en esas tierras, donde de mañana brilla un sol espléndido y por la tarde pueden caer chuzos de punta. La conversación siguió por derroteros medioambientales.

–    ¿Aquí nieva en invierno? – le preguntó el veraneante.

–    No, bueno antes sí, ahora se va en un día. Recuerdo un invierno, al final de la guerra. Entonces si que pasamos frío. Nos refugiábamos en la cueva del Regato por los bombardeos.

Florentino recordó aquellos días que, ahora, le parecían tan lejanos. La guerra le pilló con diez años y su infancia eran recuerdos de grutas llenas de colchones, de bombas lejanas, de historias de soldados caídos, pero también de juegos. En el campo se puede sobrellevar una guerra, los huertos siguen siendo generosos y, si el frente no pasa por sus lindes, la comida no falta. Pero los juguetes eran otra cosa. Las fábricas de juguetes hacían balas o botiquines y, además, no había dinero con que pagarlos. Florentino no sentía que su niñez se hubiera perdido, en realidad creía que había sido mucho más rica que la de sus nietos. Recordaba al Cerillo cuando trajo un cargador de un máuser: fue el rey durante semanas. Y también cuando jugando a explotar las balas con un clavo, el Cerillo perdió tres dedos de una mano.

El verano pasaba perezosamente, como un río ancho y caudaloso cercano a su desembocadura. Florentino tenía especial interés en que Nicolás probase su sidra. Una tarde que volvía de los prados, paró en la rectoría.

–    Nicolás ¿Hace una sidra?, mejor que la de mi casa pocas hay –

Nicolás acepto con gusto. Caminaron juntos a buen paso, Nicolás pensaba que no había tanta urgencia, pero a Florentino le rejuvenecía forzar el paso de hombres más jóvenes que él. Cuando llegaron, no encontraron a nadie en la casa

– Mi mujer habrá bajado a Posadas, a recoger al nieto – dijo Florentino desde la cocina, donde buscaba un sacacorchos.

La casa no era un palacio, pero era única. Se parecía a todas las del valle, como se parecen los hombres entre sí, pero como ellos, aquella casa tenía personalidad propia. Se había construido durante cuarenta años, la puerta de roble se había restaurado hacía dos años y el tilo, que también formaba parte de la casa, como las flores, el granero o el lagar, hacía veinte que lo había encontrado en la parte alta del valle, y lo había trasplantado allí.

–    Antes había mucha gente, cada uno vivía de su tierra, y las familias eran numerosas – decía con nostalgia- después, se fueron yendo.

–    ¿Y adonde fueron? – preguntó el veraneante.

–    Pues a Alemania y a Bélgica, aunque mi hermano se fue a México. Se fueron todos, les ofrecían mucho dinero, bueno, para aquel entonces, – sirvió el primer vaso de sidra y continuó- nos quedamos el cura y cuatro gatos.

Se sentía orgulloso de su sidra, hacía mil botellas cada dos años, que guardaba bajo llave en la casita de piedra que hacía de lagar.

–    A ver cómo está; ayer abrí una y no salió mala- dijo expectante.

A Nicolás, la sidra le pareció excelente y así se lo dijo, sabía que su opinión más que calificar a la bebida, le calificaba a él mismo ante los ojos de su anfitrión. Tuvo suerte, la sidra había salido buena, no demasiado dulce, quizá un poco ácida, pero dentro de los cánones de Florentino.

Pasó las pequeñas pruebas que le ponía el granjero en sus encuentros, cada vez más frecuentes, sin mayores problemas, quizá ilustrado por la suerte, dijo lo que tenía que decir en el momento apropiado. Sólo una vez “bajó los escalones rodando”.

–    ¿Y ese palo? – preguntó aquel día con cierta sorna Florentino.

–    Lo compré en Arenas de Cabrales, el mío se cayó por un barranco del Neverón.

–    ¡Mira que venir a Asturias a comprar palos! ¡Con los que hay en el monte! – y se alejó riendo unos metros, después se detuvo y se volvió para clavar un poco más el dardo – ¿Y cuanto le han pedido?

–    Tres euros – mintió Nicolás

–    ¡Quinientas pesetas! – exageró Florentino el gesto y se fue rezongando.

Cuando Nicolás regresó por la tarde, había una vara de avellano, recta como una columna, recién descortezada, apoyada en la pared, en un lugar visible pero que no molestaba al paso. La cogió y, después de admirarla unos instantes, se dirigió por el prado en busca del granjero. Al final del camino, la pendiente era más suave; allí el bosque de olmos y castaños ocultaba la entrada a un pequeño valle, donde se recogían las ovejas por la noche. Florentino estaba segando la hierba, “hay que quitarla cuando amarillea, para que crezca yerba nueva” decía.  Nicolás avanzó simulando que paseaba hacia las invernales que había más arriba.

–   ¿Adónde vamos? – le saludó el granjero.

–    Ya ve, con este palo que me he encontrado llegaré arriba en un momento.

Florentino rió de buena gana, dijo que así debía ser, que cada uno debía hacer por sí mismo todo lo que pudiera, que para qué tanto mecanismo si se dejaban de usar las manos.

–    Yo tengo setenta y cinco, y sigo subiéndome al tractor, segando y lo que me echen. Mi padre se jubiló a los sesenta y cinco. Se sentó en la cocina mirando lo que hacía mi madre. Después dejó de mirar y se murió. – Y apostilló – Si te paras te acabas.

–    La verdad que este sitio es bonito y dan ganas de quedarse – murmuró Nicolás; se sentía un apátrida, extraño en la ciudad y forastero en el campo.

–    ¡Bueno, bueno! Tampoco es oro todo lo que reluce. – Florentino no tenía mal oído y, además, le molestaban ciertos lamentos. Prosiguió, mirándole con una sonrisa angelical- esto es duro, ustedes los de ciudad no están hechos para segar y estar solos, han visto demasiado. No, no aguantarían ni un mes.

Le contó que en invierno cuando tenía ganas de hablar, se subía al Pico y miraba el valle en silencio. Entonces se daba cuenta de la cantidad de ruidos que había y se le iban las ganas de hablar escuchando. Cuando era más joven bajaba al bar, allí siempre encontraba a alguien para echar una partida, o si no, se camelaba a Rosa, la hija del sidrero que, a veces, consentía en abrir el lagar. Ahora, Rosa vivía en Amberes y sus nietos apenas hablaban español. “Cosas del tiempo, a los viejos nos parece que todo va a peor y no es más que el tiempo que pasa”.

A lo largo de esos días, Nicolás también contó su vida a Florentino: los viajes, las ciudades lejanas y sus hombres. Cuando le hablaba de las aldeas de Sudáfrica o del metro de Nueva York, el granjero hacía gestos de admiración, aunque en sus ojos hubiera indiferencia.

–    Una vez vi un bosquimano – le contaba otra tarde de sidra el veraneante.

–    ¿Y qué es un bosquimano? – le interrumpió el granjero.

–    Como un pigmeo, son negros y muy pequeños, apenas levantan un metro. –

–    Ya, ya, los he visto en la tele. En una película en que no sé qué pasaba con una botella de Coca-cola. –

–    Sé que película dice, pero yo no los vi en la sabana, era un cartero de Ciudad del Cabo y estaba entregando la correspondencia en la recepción de un hotel. Florentino, ya casi no queda gente que viva como en las películas.

–    Quiere decir, que vivan como siempre han vivido ¿verdad? – y continuó – Yo siento esa sensación aquí. Incluso los que nos hemos quedado, ya no vivimos como hacían nuestros padres ni como la hacen en la capital. Somos los últimos.

Siguió reflexionando en voz alta, Nicolás no le interrumpió. Las facciones de Florentino ya no simulaban admiración, sino melancolía.  Sus palabras describían la situación del valle, que no era diferente la de muchos otros en Asturias o en la meseta, los jóvenes se habían ido a la ciudad y sólo venían en vacaciones. El campo se trabajaba cada vez menos.

–    Si hasta el Gobierno parece que quiere que nos vayamos – se quejó y añadió. – Aunque no hay mal que por bien no venga: los venados se acercan más a la casa; saben que nadie les va a molestar.

Sus palabras se interrumpieron con la llegada de un inmenso BMW, que aparcó en el camino de la casa. La matrícula era turística. Descendió un hombre de unos sesenta años; Nicolás imaginó que era belga, pero su sorpresa fue grande cuando Florentino le dijo,

–    Nicolás, éste es mi hermano Gerardo

Una vez acabadas las presentaciones, comentado el balance climatológico de esos días, el veraneante se retiró. Mientras caminaba por la carretera, ayudándose en la vara de avellano, iba pensando en el hombre del BMW, “este debe ser el mexicano, parece que le fue bien allí”. Se le hacía difícil creer que fueran hermanos. El “belga” era como cualquier hombre de negocios y en su gesto no quedaba nada que recordase al valle que lo había visto nacer.

A la mañana siguiente, salió muy pronto a pasear. Quería ver amanecer desde el Pico, escuchar el silencio de Florentino. El paseo no era largo, había que subir trescientos metros, y merecía la pena. En los días claros se tenía una vista grandiosa de la costa y de la Sierra de Cuera desde su cima. Y aquella mañana era perfecta. Llegó justo a tiempo. Se sentó sobre la hierba que acolchaba la suave pendiente. No se veía muy bien, la luz del amanecer o la del atardecer son las luces más oscuras, porque difuminan los contornos de los objetos hasta disfrazarlos con el fondo gris. Por eso no le vio.

–    Si yo fuera un lobo, usted estaría  perdido – susurro el granjero, dándole un susto de muerte.

–    ¡Florentino! Casi me da un infarto – exclamó Nicolás.

–    Lo siento, pero venía tan ensimismado que no sabía cómo hacerme notar.

–    ¿Le gusta el amanecer? – preguntó más calmado el recién llegado.

–    Sí, si que me gusta, pero he subido buscando a una oveja que ayer noche no encontré. Estaba para parir y puede que se haya escondido al sentir que le tocaba.

–    A mi me sobrecoge. No creo que el hombre haya inventado nada tan bonito como un buen amanecer.

–    Puede, pero para el caso que le hacen. La gente prefiere la noche, la fiesta.

Bajaron juntos, una nube de última hora estropeó un poco el espectáculo, pero el resultado siguió siendo grandioso. De camino, Nicolás le preguntó algo que le había estado rondando la cabeza desde la tarde anterior. Era una curiosidad un tanto indiscreta, pues su relación aunque buena era muy reciente.

–    ¡Vaya coche que tiene su hermano!- comenzó el veraneante.

–    ¿El BMW? – se preguntó Florentino – Sí claro, con el que vino ayer.

–    No le fue mal en México, por lo que se ve.- Insistió

–    Ganó mucho, tuvo una cadena de hoteles. Incluso abrió dos en Madrid. – le explicó Florentino. – Después, cuando perdió a su hijo lo vendió todo. Ahora está retirado. Vive en Madrid.

Le contó el accidente de su sobrino y cómo su hermano había perdido el interés por el negocio. Parecía que, por fin, estaba recuperando el ánimo.

–    Se pasa el día jugando al golf. Vive como un obispo. – en las palabras del granjero no había la más mínima envidia, eran una simple descripción.

–    Florentino, ¿por qué no se fue a México con su hermano? Aquí la vida es dura y él le podía echar una mano. – La pregunta ya estaba hecha, la impertinencia que le preocupaba no inmutó al granjero.

–    Lo intentó algunas veces, me decía que trabajando, allí, uno se hacía rico en dos días- Florentino sonreía mientras hablaba, – pero no pudieron llevarme.

–    ¿Y eso?

Entonces bajó la cara, parecía un niño que va a confesar una pequeña falta, pero que al ser la primera, le parece mayor que el pecado original. Su rostro pudo haberse sonrojado al responder, en un susurro al principio, pero luego de forma clara, y ya levantando la mirada,

– Nicolás, es que yo… aquí soy feliz.

 

Si tu eras Dios…

Ángel González recita «Me basta así» junto a Pedro Guerra. La música, amada embaucadora, se suele comer al poeta, pero Don Ángel mantiene la voz acerada y tiene momentos que los que me siento más González que Pérez.

 

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Agua

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Amanohashidate. El puente que lleva al cielo. Amaterasu lo dejó caer sobre la bahía porque los humanos no éramos dignos de él.
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Ría de Vigo, al fondo las Islas Cíes.
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Comienza una larga noche de pesca.
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Al acecho. Al fondo el monte Abantos.
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Sakurajima. El volcán al que Kagoshima mira con reverencia.
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Las Chorreras entre Cabra y Zueros.
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La Laguna Negra. Quintanar de la Sierra
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Nacimiento del río Arlanza.

Taducción libre de seis poemas de Brian Patten

 

Hay poetas cercanos, todos los tenemos. Alguno bien pudiera ser hermano de versos que no de sangre y, sin embargo, más hermano que los que llevan tu apellido. En mi caso  Ángel González, Jaime Sabines, Brian Patten, Neruda, Thomas, Dámaso Alonso, Biedma, Álvaro Muñoz-Robledano y tantos otros.

Hace algunos años traduje seis poemas de uno de ellos, Brian Patten que os ofrezco para que los disfrutéis, cada uno es sorprendente y de una fuerza poco común.

Os aconsejo escuchar su voz: «La voz de Brian Patten«

A TRAVÉS DE TODO TU RAZONAMIENTO ABSTRACTO

De regreso una tarde a través de campos desiertos,
cuando los pájaros, adormilados en su sueño
lo tienen todo pero te han olvidado,
te paras, y por un momento te estremeces vivo.

Algo ha pasado a través tuyo
que altera e ilumina: O,
la comprensión de lo que se ha ido y era real.
Un mensaje desolado y sin cifrar susurra
a través de todos los nervios.

“Te preocupaste por ella, por amor te preocupaste”

Algo ha pasado un dedo
por todo tu razonamiento abstracto.
Del amor te protegiste fuera del amor
pero seguía filtrándose la parte humana,
tú, aturdido y desequilibrado.

Desprevenido, golpeado tan repentinamente por la identidad de otro,
¿cómo puedes aferrarte a alguna revelación?
Te has movido con demasiado cuidado por tu vida
¡La luz dentro de ti siempre está cubierta
por tus propios dedos protectores!

PIEZA DE BAILE

Él dijo:

“Quedémonos aquí
ahora que este lugar se ha quedado vacío
y practiquemos entre nosotros dulce pornografía
mientras los invitados se van
y entra el amanecer
con el sigilo de un extranjero.

No vacilemos
por lo que sabemos
o por lo frío que se ha vuelto este lugar.
Desenganchemos nuestras mentes
y dejemos revolcarse libremente
al loco, descuartizado cocodrilo de amor”

Así hicieron,
y después él tomó un autobús y ella un tren
y todo lo que había entre ellos, entonces
fue lluvia.


NO HAY TAXIS LIBRES

Es absurdo no saber
adónde ir.

Te vistes las calles como un abrigo.
Ciertas casas son amigas, ciertas casas
no pueden visitarse nunca más.
Todos los viejos líos de amor acechan en los portales, detrás de las ventanas
Las mujeres envejecen. La dejadez florece.

Has rechazado numerosas invitaciones,
dejado a los teléfonos sin respuesta, dicho “No”
a los pocos que te necesitaron.
Encallado en una isla de tu propia invención
has apartado mensajes, anhelos.

Qué inútil es saber que donde quieres ir
es ningún sitio concreto.
Los trenes no te llevarán allí,
Los autobuses rojos pasan deslizándose sin parar,

no hay taxis libres.

UNA BRIZNA DE YERBA

Pides un poema
Y te ofrezco una brizna de hierba.
Dices que no es bastante.
Tú pides un poema.

Yo digo que esta brizna de hierba lo será.
Se ha vestido de escarcha,
Es más inmediata
Que cualquier imagen que se me ocurra.

Dices que no es un poema,
que es una brizna de hierba y la hierba
no es lo suficientemente buena.
Te ofrezco una brizna de hierba.

Estas indignada.
Dices que es demasiado fácil ofrecer hierba.
Es absurdo.
Cualquiera puede ofrecer una brizna de hierba.

Tu pides un poema.
Y así, yo te escribo una tragedia
Sobre como una brizna de hierba
Se vuelve más y más difícil de ofrecer,

Y sobre como a medida que envejezcas
Una brizna de hierba
Se vuelve más difícil de aceptar.

VESTIDA

Vestida eres una criatura diferente.
Vestida eres discreta, educada y llena de amistades.
Vestida eres casi seria.
Hablas del mundo y de todos sus desastres
como si de verdad te conmovieran.
Vestida prolongas las ilusiones.

Los guardarropas están llenos de tus disfraces.
El vestido para ser desabrochado sólo en la oscuridad.
El vestido que siempre parece se te fuera a caer.
El vestido no-me-toques, el vestido qué-caro,
el vestido que se arroja sin cuidado.
Vestida eres una criatura diferente.

Te indignan las miradas que te echan,
los ojos que gatean sobre ti,
que se alimentan de los fragmentos que has permitido
estar desnudos.
Vestida estas prisionera de las etiquetas,
encapsulada en las modas.
Vestida eres una criatura diferente.

Con la misma facilidad que en los dormitorios,
en los campos ensuciados de cascotes
los vestidos se te caen.
En el cuarto trasero donde nunca llega la fiesta
Los vestidos se te caen.
Con ayuda o sin ella, zafia o fácilmente,
Los vestidos se te caen y entonces
Se te caen todas las flores de pacotilla.
Desnuda eres una criatura diferente.

A TIEMPO POR UNA VEZ

Estaba sentado, pensando en nuestro futuro
y de cómo había superado la amistad
tantas noches hinchadas de pena.

Estaba sentado en una habitación que daba a un jardín
y me invadió la calma,
la amargura me abandonó.

Estaba tan cerca del paraíso como difícilmente volveré a estar.

Estaba pensando en el caos
que nos habíamos causado el uno al otro
y era increíble que hubiéramos sobrevivido.

Estaba pensando en nuestro futuro
y en lo que haríamos juntos
y adónde iríamos y cómo,

cuando llegó la noche
enterrándome poco a poco
y tú entraste en la habitación

temblorosa y con el rostro solemne,
a tiempo por una vez.

Cuadernos del Matemático

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Cuadernos del Matemático es una revista de vanguardia. Conviven en ella esencias maduras con elixires jóvenes, sin más pretensión que la de mostrar, la de ser espejo del presente. De otra parte, es un lujo literario en el que el rigor se asocia con la experimentación dentro de una presentación impecable.

Cuadernos del Matemático es editada por el Instituto Matemático Puig Adam de Getafe desde finales del año 1988. Dirigida por Ezequías Blanco es uno de los mejores refugios de la poesía en España. Yo he tenido el placer de publicar éstos poemas:

  • La memoria Nº 19
  •  La puerta salada  Nº 26
  • Snake Alley  Nº 2
  •  No es metáfora.Nº 31
  • Como Nº 31
  • Es posible Nº31
  • Wabi-sabi Nº 31

 

***

NO ES METÁFORA

No es metáfora que nos amáramos en un río
ni que tus manos fueran de espuma,
tampoco que escribieras partituras con mi nombre
ni que se marchitase una rosa mientras dormíamos.
Nada es metáfora en mis palabras.

Que los cerezos se disfrazaran de acebos a tu paso
y los muros que albergaran a un triste emperador
despertaran sonrientes
mientras señalabas las estrellas
que nacían en mi cuerpo,
esto,
esto tampoco es metáfora.

***

LA MEMORIA

A José M. Aguilar

I

Pregunté por mi nombre sin obtener respuesta,
y volví a preguntar.

En un gesto magnánimo me entregaron un puzzle
familiar, y dijeron, – Cierra el pico,
aquí están tus talentos -. Las piezas sin exordios,
inconclusas igual que un accidente aéreo.

Insistía mi nombre en la pregunta,
dijeron – ¡ Basta ya! Te dimos lo preciso -.
Silencio. Acariciaron mis dedos las teselas,
sintiendo el sudor frío del reconocimiento,
recuerdos olvidados,
extrañas limaduras de los libros
contados cada tarde.

Pregunté por tercera vez. Ya no respondieron.
Y sólo en el silencio supe que, ante esas manos,
se hallaba la memoria perdida de mi nombre.

II

Dos veces vivo en el recuerdo,
después como una maldición
los mapas se deshacen en mis manos.

Cuantas veces intento recordar,
me derrota el desánimo,
y me siento alarife en Babilonia,
construyendo una torre hacia mi dios
con palabras quiméricas.
Cuantas veces lo intento, cuantas veces
regreso, apenas queda
la presencia de algo perdido.

En aquel lejano lugar
un navegante inexperto
transforma el presente con sólo
secar una lágrima antigua.
III

Cuidaba aquel jardín como a una enfermedad
crónica, daba cada minuto, los de ausencia
incluso, obedeciendo a una liturgia íntima.

Cultivaba las sombras en anillos concéntricos,
y me nacían rocas recubiertas de liquen.
Ocupaba mis días en aquella quietud,

porque a nadie importaba mi nombre perdurable,
sino el hecho inequívoco
burlando – breve – al tiempo toda una eternidad.

IV

Me preguntó el chamán
si no era el habitante de una tekia
blanca. Negué mirando de soslayo.

Me preguntó, – y ahora,
¿ a quién debo entregar el grial
que contuvo tu esencia? –
– ¿ No será de cristal de Bacarrá? –
Me burlé un poco harto.

Golpeó el chamán por dos veces mi sien
con el cayado, y un rumor
me brotó de los labios como de hojas
al viento, como lluvia
de esferas o de días olvidados.

– ¿ Estás seguro hermano? ¿ Acaso no eres
recuerdo compartido ? –

Y entonces me otorgó
un nombre nuevo,
“ el-que-está-en-la-memoria-de-los-otros “.

***

WABI SABI

Si se ha roto la copa en que bebimos,
no barras sus fragmentos.
Pega cada uno, únelos con pasta
de oro y laca que realce para siempre
la línea de fractura