¡Qué sorpresa tu cuerpo, qué inefable vehemencia! Ser todo esto tuyo, poder gozar de todo sin haberlo soñado, sin que nunca un ligero esperar prometiera la dicha. Esta dicha de fuego que vacía tu testa, que te empuja de espaldas, te derriba a un abismo que no tiene medida ni fondo. ¡Abismo y solo abismo de ti hasta la muerte!
¡Tus brazos! Son tus brazos los mismos de otros días, y tiemblan y se cierran en torno de su cuerpo. Tu pecho, el que suspira, ajeno, estremecido de cosas que tú ignoras, de mundos que lo mueven… ¡Oh pecho de tu cuerpo, tan firme y tan sensible que un vaho lo pone turbio y un beso lo traspasa!
¡Si nunca nadie dijo que así se amaba tanto! ¿Podías tú esperar que ardieran tus cabellos, que toda cuanta eres cayeras como lumbre en un grito sin cifra, desde una cordillera gritada por la aurora?
¿Ceniza tú algún día? ¿Ceniza esta locura que estrenas con la vida recién brotada al mundo?
¡Tú no te acabas nunca, tú no te apagas nunca! Aquí tenéis la lumbre, la que lo coge todo para quemar el cielo subiéndole la tierra.
A Kempis de Amado Nervo, leído por Adolfo Marsillach
Este poema pertenece a la colección de LPs «Antología de la poesía Española», editada por FIDIAS en los años sesenta del siglo pasado. Amado Nervo, con la voz y la interpretación de Adolfo Marsillach, se queja amargamente de cómo la lectura de «La Imitación de Cristo», de Tomás de Kempis, le sumió en la depresión.
Incluyo el texto del poema y un breve apunte biográfico de los protagonistas, robado de Wikipedia.
A Kempis
Amado Nervo
Ha muchos años que busco el yermo, ha muchos años que vivo triste, ha muchos años que estoy enfermo, ¡y es por el libro que tú escribiste!
¡Oh Kempis, antes de leerte amaba la luz, las vegas, el mar Océano; mas tú dijiste que todo acaba, que todo muere, que todo es vano!
Antes, llevado de mis antojos, besé los labios que al beso invitan, las rubias trenzas, los grandes ojos, ¡sin acordarme que se marchitan!
Mas como afirman doctores graves, que tú, maestro, citas y nombras, que el hombre pasa como las naves, como las nubes, como las sombras…
huyo de todo terreno lazo, ningún cariño mi mente alegra, y con tu libro bajo del brazo voy recorriendo la noche negra…
¡Oh Kempis, Kempis, asceta yermo, pálido asceta, qué mal me hiciste! ¡Ha muchos años que estoy enfermo, y es por el libro que tú escribiste!
Adolfo Marsillach Soriano (Barcelona; 25 de enero de 1928-Madrid; 21 de enero de 2002) fue un actor, autor dramático, director de teatro y escritor español.
Con esta entrada inicio una serie dedicada a la colección de LPs «Antología de la poesía Española», editada por FIDIAS en los años sesenta del siglo pasado. Mi padre me dejó una colección de 21 discos, en las que las voces de Manuel Dicenta, Nuria Espert, Valladares, Marsillach, Genma Cuervo y algunos más, leen poemas de la literatura en lengua española, comenzando por el romancero, siguiendo con la poesía metafísica, la trovadoresca, la mística, neoclásica, satírica, modernista y terminando en la poesía «actual», que lo era en aquellos años de 1968.
Subiré agunas de las grabaciones que voy digitalizando. En primer lugar, el primer canto del poema «El gaucho Martín Fierro» de José Hernández, leído por el actor Manuel Dicenta. Incluyo el texto del poema y un breve apunte biográfico de los protagonistas, robado de Wikipedia.
El gaucho Martín Fierro (I) de José Hernández, leído por Manuel Dicenta
El gaucho Martín Fierro (I)
José Hernández
Aquí me pongo a cantar
al compás de la vigüela,
que el hombre que lo desvela
una pena estraordinaria,
como la ave solitaria
con el cantar se consuela.
Pido a los Santos del Cielo
que ayuden mi pensamiento,
les pido en este momento
que voy a cantar mi historia
me refresquen la memoria
y aclaren mi entendimiento.
Vengan Santos milagrosos,
vengan todos en mi ayuda,
que la lengua se me añuda
y se me turba la vista;
pido a mi Dios que me asista
en una ocasión tan ruda.
Yo he visto muchos cantores,
con famas bien obtenidas,
y que después de alquiridas
no las quieren sustentar-
parece que sin largar
se cansaron en partidas.
Mas ande otro criollo pasa
Martín Fierro ha de pasar,
nada lo hace recular
ni las fantasmas lo espantan;
y dende que todos cantan
yo también quiero cantar.
Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar,
y cantando he de llegar
al pie del Eterno Padre-
dende el vientre de mi madre
vine a este mundo a cantar.
Que no se trabe mi lengua
ni me falte la palabra-
el cantar mi gloria labra
y poniéndome a cantar
cantando me han de encontrar
aunque la tierra se abra.
Me siento en el plan de un bajo
a cantar un argumento-
como si soplara el viento
hago tiritar los pastos-
con oros, copas y bastos,
juega allí mi pensamiento.
Yo no soy cantor letrao,
mas si me pongo a cantar
no tengo cuándo acabar
y me envejezco cantando,
las coplas me van brotando
como agua de manantial.
Con la guitarra en la mano
ni las moscas se me arriman,
naides me pone el pie encima,
y cuando el pecho se entona,
hago gemir a la prima
y llorar a la bordona.
Yo soy toro en mi rodeo,
y toraso en rodeo ajeno,
siempre me tuve por güeno
y si me quieren probar
salgan otros a cantar
y veremos quién es menos.
No me hago al lao de la güeya
aunque venga degollando,
con los blandos yo soy blando,
y soy duro con los duros,
y ninguno, en un apuro
me ha visto andar tutubiando.
En el peligro ¡Qué Cristos!
el corazón se me enancha
pues toda la tierra es cancha,
y de esto naides se asombre,
el que se tiene por hombre
donde quiera hace pata ancha.
Soy gaucho, y entiendanló
como mi lengua lo esplica,
para mí la tierra es chica
y pudiera ser mayor,
ni la víbora me pica
ni quema mi frente el Sol.
Nací como nace el peje
en el fondo de la mar,
naides me puede quitar
aquello que Dios me dio-
lo que al mundo truje yo
del mundo lo he de llevar.
Mi gloria es vivir tan libre
como el pájaro del Cielo,
no hago nido en este suelo
ande hay tanto que sufrir;
y naides me ha de seguir
cuando yo remonto el vuelo.
Yo no tengo en el amor
quien me venga con querellas,
como esas aves tan bellas
que saltan de rama en rama-
yo hago en el trébol mi cama
y me cubren las estrellas.
Y sepan cuantos me escuchan
de mis penas el relato
que nunca peleo ni mato
sino por necesidad;
y que a tanta alversidá
sólo me arrojó el mal trato.
Y atiendan la relación
que hace un gaucho perseguido,
que padre y marido ha sido
empeñoso y diligente,
y sin embargo la gente
lo tiene por un bandido.
Manuel Dicenta Badillo (Madrid, 20 de mayo de 1905 – ibíd., 20 de noviembre de 1974) fue un actor español habitual del teatro, el cine y la televisión, hijo de Joaquín Dicenta y Consuelo Badillo. Fue catedrático de Declamación en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid, desde 1961 hasta 1970.
José Rafael Hernández (Chacras de Perdriel, 10 de noviembre de 1834-Buenos Aires, 21 de octubre de 1886) fue un militar, periodista, poeta y político argentino, especialmente conocido como el autor del Martín Fierro, obra máxima de la literatura gauchesca. En su homenaje, el 10 de noviembre —aniversario de su nacimiento— se festeja en la Argentina el Día de la Tradición.
Otro de los grandes poetas que conocí gracias a los ciclos de poesía de la Universidad San Pablo CEU. Viñals vino desde Torredonjimeno, fue el 29 de marzo de 2000. Se alojó en el desaparecido Hotel Mindanao, cerca de la Universidad. Jesús Urceloy y yo fuimos a cenar con él. Jesús me dijo que le diese mi libro (Diccionario de Días) y yo le respondí que no lo había traído. Casi me pega, se lo dijo a Viñals que me lo pidió cortésmente. Pasamos una buena velada, pero lo bueno vino al día siguiente. Viñals leyó con Carlos Briones. Fue una de las grandes tardes de aquel ciclo.
Viñals se llevó mi libro y al siguiente sábado me llamó. En mi artículo sobre Ángel González conté que había vuelto volando a casa, después de sus comentarios sobre aquel libro. Viñals me dejó levitando en la cocina de mi casa. La poesía tiene poca relación con la economía, lo mejor que te puede pasar es que no te cueste dinero. Dedicarse a ella no es una labor rentable pero, aunque no corresponda con dinero, de vez en cuando paga con la emoción de alguien que ha leído tus versos. Y a medida que pasa la vida, del dinero no queda recuerdo, nuestra memoria se sustenta sobre la emoción. Aquellas dos levitaciones me señalaron el camino.
Dos poemas suyos, el primero no es muy común en Viñals al que le gustaba el versículo y la prosa poética.
–
Creo que fue en otoño de 2002 cuando Antonio Polo y yo, que andábamos de ruta por Andalucía, nos desviamos a Torredonjimeno y pasamos el día con José Viñals y su mujer. Si encontráis el relato de Antonio sobre aquel almuerzo, no dejéis de leerlo. Allí, Viñals nos contó la anécdota del título de su libro “El túnel de las metáforas”. Él ya había sufrido una operación de pulmón y estaba pendiente de una operación cardiaca. Nos explicó que los cirujanos, para llegar al corazón, entraban por un túnel al que llamaban el túnel de las metáforas. Después usé este título y esta imagen en un poema (en dos versos) que le dediqué.
“Para hallar su corazón tuvieron que atravesar el túnel de las metáforas”
En ese libro hay un poema que me gusta especialmente:
«Sabe a sal el banquete. Saben a sal los lentos pedruscos de las lapidaciones. A sal sabe la música que ha de sonar mañana. Es un decir: mañana».
Por último una lectura suya en el siguiente vídeo.
Conocí a José Hierro el día que lo presenté en los ciclos de poesía que organizábamos Jesús Urceloy, Julián Ruiz y yo en la Universidad San Pablo CEU. Aquel año también colaboró con nosotros Juan Pastor (Ed. Devenir).
Fue un 17 de diciembre de 1997, Hierro leía con Luis Martínez-Falero que había ganado el premio Adonais de ese año. Las lecturas siempre eran de un poeta consagrado y otro novato. Por ese ciclo pasaron Claudio Rodríguez, Luis Alberto de Cuenca, Marcos Ricardo Barnatán, José Viñals, Siles… fueron 3 o 4 años maravillosos.
Yo recogí a José Hierro en su casa y antes de tomar un taxi, Hierro me preguntó si había algún bar cerca del lugar de lectura. Le contesté que no y nos metimos en uno que había en su calle para calentar el espíritu.
En la presentación yo dije que “José Hierro nos habla con palabras llanas y precisas, es testigo de su vida, y de otras vidas paralelas a la suya, del fin de la infancia,
Cuando se hallaba el mundo a punto de que el prodigio sucediese
de la necesidad de compromiso con el ser humano,
Porque nacimos bajo el signo del cerebro…
o
Serenidad, tú para el muerto, que yo estoy vivo y pido lucha.
de la soledad impuesta,
No es verdad que te pese el alma. El alma es aire y humo y seda.
de la soledad asumida, buscada,
Llegué por el dolor a la alegría. Supe por el dolor que el alma existe.
de la turbadora belleza de lo que nos rodea,
Descalzo he salido a sentir en la carne desnuda la escarcha
de la aceptación de nuestra frágil memoria
Sé que somos la suma de instantes sucesivos
Hierro habla de lo que el ser humano habla, de su vida, prisionero de su siglo, y testigo voluntario de sus luces y sus sombras”.
En la Feria del Libro de Madrid de 1998, volví a encontrarme con él en la caseta donde estaba firmando libros. Nos saludamos, me firmó “Cuaderno de Nueva York” y terminé en la caseta echándole una mano porque su hija tenía que ir a algún lugar. En realidad, mi trabajo fue de policía. Hierro se fumó un cigarrillo en cuanto su hija se fue. O dos. El caso es que mi labor era estar atento a la vuelta de ella para que no lo pillara fumando. Cuando llegó, Hierro me pasó el pitillo y yo me lo terminé ante la mirada reprobatoria de su hija.
Recojo el poema “Canto a España” del libro Quinta del 42, en estos días en que un enemigo invisible, el CoVid 19, ha puesto todo patas arriba, mientras que España, fiel a sí misma se pelea a muerte, no hay tregua ni espacio para la moderación y el acuerdo. Otra vez a darse bastonazos, como en “La riña” de Francisco de Goya. A cuántos ha dolido, a cuántos nos duele nuestra España.
«Canto a España»
Oh, España, qué vieja y qué seca te veo.
Aún brilla tu entraña como una moneda de plata cubierta de polvo.
Clavel encendido de sueños de fuego.
He visto brillar tus estrellas, quebrarse tu luna en las aguas,
andar a tus hombres descalzos, hiriendo sus pies con tus piedras ardientes.
¿En dónde buscar tu latido: en tus ríos
que se llevan al mar, en sus aguas, murallas y torres de muertas ciudades?
¿En tus playas, con nieblas o sol, circundando de luz tu cintura?
¿En tus gentes errantes que pudren sus vidas por darles dulzor a tus frutos?
Oh, España, qué vieja y qué seca te veo.
Quisiera talar con mis manos tus bosques, sembrar de ceniza tus tierras resecas,
arrojar a una hoguera tus viejas hazañas,
dormir con tu sueño y erguirme después, con la aurora,
ya libre del peso que pone en mi espalda la sombra fatal de tu ruina.
Oh, España, qué vieja y qué seca te veo.
Quisiera asistir a tu sueño completo,
mirarte sin pena, lo mismo que a luna remota,
hachazo de luz que no hiende los troncos ni pone la llaga en la piedra.
Qué tristes he visto a tus hombres.
Los veo pasar a mi lado, mamar en tu pecho la leche,
comer de tus manos el pan, y sentarse después a soñar bajo un álamo,
dorar con el fuego que abrasa sus vidas, tu dura corteza.
Les pides que pongan sus almas de fiesta.
No sabes que visten de duelo, que llevan a cuestas el peso de tu acabamiento,
que ven impasibles llegar a la muerte tocando sus graves guitarras.
Oh, España, qué triste pareces.
Quisiera asistir a tu muerte total, a tu sueño completo,
saber que te hundías de pronto en las aguas, igual que un navío maldito.
Y sobre la noche marina, borrada tu estela,
España, ni en ti pensarías. Ni en mí. Ya extranjero de tierras y días.
Ya libre y feliz, como viento que no halla ni rosa, ni mar, ni molino.
Sin memoria, ni historia, ni edad, ni recuerdos, ni pena…
…en vez de mirarte, oh España, clavel encendido de sueños de llama,
cobre de dura corteza que guarda en su entraña caliente
la vieja moneda de plata, cubierta de olvido, de polvo y cansancio…
En el vídeo tenéis un poema leído por Don José Hierro.
Quiero hacer un homenaje a mi amigo y enorme poeta Álvaro Muñoz Robledano. Su poesía, tan diferente a la mía, me transporta a lugares de niebla, llenos de imágenes que sugieren pero no imponen ni idea ni sentimiento. Alguna vez lo comparé al I Ching por su búsqueda de la luz a través de la oscuridad. Mi homenaje es leer su poema Salvoconductos que dedicó a otro gran amigo, David Torres y que comienza con una cita de un diálogo de la película Casablanca: «¿Sabes que es esto? Algo que tú nunca has visto: salvoconductos»
Podríamos hablar,
establecer un pacto
por el que los recuerdos se diluyan
como el hielo en el vaso, o el papel
en el buzón de un piso
deshabitado, ni suyos ni míos;
si no, porque no está en mi mano, porque
sus manos ni siquiera están aquí,
porque ya no es el tiempo de los cables,
porque nadie va a ser ya fusilado,
conversaré conmigo, sin rodeos,
como si no estuviera imaginando,
antirromanticismo puro, como
debe ser. El presente, me refiero
a la conjugación, es agonía:
yo sierro la madera;
el serrín cae al suelo;
el niño monta en bici;
cada diente se pudre
sin dolor.
Aún sierro la madera,
aún cae el serrín al suelo,
aún cada sonido, de ventanas
combándose, de radios que no tienen
más que repetir una melodía
como si me importara;
el presente, diría, si intuyera
lo que está fuera de él, ella misma,
por ejemplo,
pasa, tiene que hacerlo por el bien
de todos los presentes.
Quizás fuera más fácil,
si en las manos hubiese líneas claras,
si los posos del té,
si los huesos del niño, las calendas,
cualquier Madame Sosostris abrazada
a una farola. Pero
el diente, la madera, las ventanas,
aún.
Ella no espera; ni siquiera sabe,
o tal vez duerme, como un alquimista
entre oscuros crisoles, fríos, llenos
de barro, de semillas arrancadas
para nada. O tampoco. Tales cosas
no suceden; no en esta calle, al menos.
Siento que camino
sobre cristal, que llueve y el cristal
resbala como si preguntase algo,
frente a cualquier portal,
obviamente cerrado,
no son horas
ni siquiera de oírse, ni siquiera
de desear que las hojas se venzan
y haya otro lado, y ella esté, y me diga
que pase, que no importa cuánto quede,
si minutos o días.
Cuando por fin acaba esto, pues
acaba, no con gritos,
sino con la elegancia de lo inerte,
tan hipócrita,
tan necesaria, dulce, inverosímil,
y pienso si es presente un adjetivo,
si se declina el verbo,
o se rasga,
cuando por fin acaba esto, decía,
esto empieza de nuevo, sin placer,
sin redención, sin público.
Podríamos pactar las buenas noches
en el espejo, pero con su voz;
yo me lavo la cara,
ella no se desnuda,
yo fumo un cigarrillo contemplando
y olvidando mi amor de jubilado,
ella no bebe
por mí, no tararea, no menciona
su desafecto suave,
lleno de erudición.
Más tarde o más temprano
hay un bar, una máquina
tragaperras, un viejo babeando
sobre su café, un vaso casi sucio
en el que me echan lo que sea, el cierre
también, y hay que pagar,
y salir.
Paso de nuevo ante el escaparate
de los cuchillos; su óxido de invierno
tras invierno, de juego desechado.
Sigo el itinerario de los coches
de reparto, del autobús nocturno
como si cada hueso fuese hierba.
Ella me cantaría: no me beses
ni siquiera esta vez, que no será
tampoco la ultima que te lo impida,
pero estáis aquí para consolarme,
vosotras sí, al menos,
mis queridas
sombras
fingidas,
débiles
si pienso en vosotras,
si no pienso
sino en ella,
o si tuerzo los alambres
destemplados
de vuestra perfección.